domingo, 25 de septiembre de 2011

"LA VUELTA AL MUNDO EN 80 DÍAS" - JULIO VERNE. Comentarios.


Hay maravillosos momentos en el devenir de la literatura en los que la experiencia se combina gratamente con la técnica, con la creatividad, con la oportunidad y con el talento. Toma de un niño compulsivamente curioso su apetito cultural; encáusalo en la geografía, en las letras, en los saberes, en el mar y en la libertad. Que el jovencito crezca feliz y con mirada brillante, hágale escribir, aproveche cuando llegue la madurez de su espíritu, incítele, y obtenga un clásico como “La vuelta al mundo en 80 días” de un Julio Verne.

   Las peripecias de Phileas Fogg y Passepartout fueron expresadas en la madurez literaria de Verne, pero, a pesar de que esta sea la opinión común, es menester decir que aún se puede sentir entre líneas cierta candidez y chasta cierta fragancia naïve. El niño Verne está escondido ahí: detrás de cada conclusión feliz, detrás de cada conflicto resuelto, detrás de cada heroísmo, e incluso en el afluente mismo de la novela; cuya culminación, según éste que suscribe las presentes líneas, hubiera sido perfecta justo cuando Fogg le cierra la puerta en la cara a su sirviente para quedarse a solas con Aoda. Las demás palabras garabateadas en son de remate, sobran.

   En contra de tales ideas, muy bien se pudiera argumentar la textura decimonónica en la que se desenvuelve el relato, y sobre todo, en la que vive Julio Verne. Y razón no falta, pues mucha inocencia era patente aún por aquellos días. No obstante, el ser humano ha sido complejo siempre, y no calza, por ejemplo, en la cuadratura que Verne le ha dado a Fogg ni al buen Passepartout. ¿Cómo se explica, rasgando lo primero que viene a mente, que el frío, calculador e imperturbable Phileas Fogg haya sido un marinero? ¡Y uno experto ante oleajes bravíos, además! Verne tenía experiencia como navegador, lo cual multiplica la perplejidad que causa el asunto.

   Y de expertos bucaneros que de alguna manera se vuelven millonarios, metódicos y flemáticos, también queda la angustia de un Passepartout que, a despecho de ser francés, se descarga en él toda la juventud y pasión que le falta al primero. ¿Búsqueda de un balance, quizás? De acuerdo. Pero el balance existe también en ese árbol de contrastes que echa raíces en el interior de todas las personas. En pocas palabras: no hay personas lineales. Personajes lineales, tampoco debería.

   Que se opine, empero, que precisamente ese doble juego con Phileas Fogg sea indicio del árbol de contrastes referido, solo Hay un niño escondido detrás de cada pequeña victoria en el relato.prepara otra observación. Como ya se ha dicho, no hay espíritus lineales en el mundo, pero por otro lado, al experimentar con este hecho, con esa no-linealidad, tampoco es válido realizarlo con saltos, con tonos discretos, con teclas de piano. Se es blanco y negro, se es bueno y malo, racionalista e impulsivo; todo a la ves, sí, pero de una cima no se salta a la otra, sino que más bien se transita por el valle que separa a las dualidades. Muy bien, Phileas Fogg no pudiera ser un personajes lineal, pero entonces hay que reconocer que carece de transición, de continuidad. No se puede ser marinero y una máquina humana de racionalización de golpe.

   Otro asunto bien curioso es la descripción, casi peyorativa, que Verne realiza de los estadounidenses, o “americanos” –valga el eufemismo. Un territorio en dónde todo puede pasar, en donde los problemas son resueltos a puñetazo y disparos, es la impresión que deja el autor al trazar el retrato de la Norteamérica de finales del siglo XIX. Y quizás no le falte razón, pero se siente la ya clásica afincada del francés contrariando el estilo de vida americano. Aún siendo así, se ha de asentir con Verne ante las evidencias históricas de la barbarie estadounidense. Fue verdad. Por cierto, ¿todavía lo será?

   Pero entre todo esto, abunda la aventura y el humor. Resulta muy difícil no sonreír mientras se lee el relato, sobre todo ante las variopintas sorpresas que le suceden al buen Passepartout y ante las enrevesadas elucubraciones del agente Fix. Lo hilarante de algunos episodios y la adrenalina que otorga la curiosidad de saber cómo se desarrollará (más no cómo terminará) la historia es el verdadero enganche de este Julio Verne de estilo rococó.

   Y es cuando se llega al final de la narración que se adivina porqué ese niñito escondido en Julio ha decidido escribir tal historia. Es la admiración hacia la ciencia, el móvil de todas sus novelas, la que no hace excepción en este relato. Y así, explicando cómo es que se puede ganar un día más en nuestro calendario si se recorre el planeta sin descanso en dirección oriente, justo así, es que Verne se siente finalmente satisfecho con la obra. Casi se le escucha envainar la pluma en el tintero una vez culminada esa idea.

Cordiales saludos.





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domingo, 11 de septiembre de 2011

JOSÉ GREGORIO Y EL EXTRAÑO ARTEFACTO MÓVIL ARROLLADOR


Respecto a la muerte, a título personal, son varias las ideas que bien pudiera barajar inspirándome en ella. Uno morirá eventualmente, y tal vez sea sano ir considerándola como una certeza que puede llegar sorpresivamente. Con el tiempo, cuando la aceptamos como una amiga (de hecho, una de las mejoras amigas de la vida), ya no causa tanto temor recrear el fallecimiento de uno mismo. Puede que incluso se convierta en nuestra musa, en algunas circunstancias.

Pero persiste un pequeño pavor en mi persona, que no depende ya de la patente mortalidad de todo lo que vive, ni de la extinción definitiva del “yo” (que según las creencias de cada quien, puede este “yo” ser, incluso, uno post mortem). No. El temor del cual todavía no me zafo es el del cómo. ¿Cómo moriré? –me pregunto en ocasiones. Y aunque podría aceptar con entereza una muerte dolorosa, no podría hacer lo propio, empero, con una muerte absurda.

¿A qué denomino una muerte absurda? A, más precisamente, lo que se estila como una muerte ridícula: morirse si nos caemos en la ducha, si nos atragantamos con la comida, si nos resbalamos con excremento de paloma, si nos ahorcamos sin querer con una bufanda atorada, si nos da un infarto haciendo la pirueta sexual del “canguro apocalíptico”, si morimos en una colisión en la autopista por enseñar el trasero por la ventanilla mientras hacemos de chofer...

Uno pudiera tener una vida heroica, intachable, ser un guía legendario destinado a la inmortalidad. De generación en generación cantarían nuestro nombre y recitarían los momentos épicos de nuestra existencia. Eso hasta que, después de toda una vida de lucha y respeto bien conseguido, te dispones a bajar al gato de una mata del jardín, te caes y te fracturas el pescuezo con la ponchera de la tortuga. Que nadie se olvide, por ejemplo, de la muerte sin honor del gran Vito Corleone;  ¡que más vale que lo hubieran matado bajo esa lluvia de disparos del atentado, hombre! Afortunadamente, y en contraste con Don Vito, hay varios ejemplos de vidas y muertes honorables, que son las que persigo:

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En esta línea de pensamientos, imaginen por breves instantes que están en la Venezuela de un incipiente siglo XX, en 1919 para ser exactos. Juan Vicente Gómez apenas tenía 9 años como dictadorcillo, el país era mucho más rural que el de ahora (¡imagínense!), la población estaba diezmada después de poco más de cien años de guerra, y se podría decir que los hombres no abundaban mucho por la misma razón.

Con ese contexto, José Gregorio Hernández iba caminando por la calle tranquilamente, pensando en quién sabe qué (aunque el vulgo le atribuya la más pura de las elucubraciones), cuando de repente, ¡pum! ¡Lo arrolló un Ford-T modelo de 1918, nuevo de paquete! Debo aclarar rápidamente, sin embargo, que lo de “de repente” no es más que un recurso narrativo, porque, si nos volcamos al análisis de los hechos, el impacto tuvo que haber sido precedido por un tiempo bastante considerable como para poder hacer efectivo un esquive del vehículo.

En efecto, José Gregorio, mientras caminaba por las calzadas de La Pastora, tuvo, en primer lugar, que haber sido alertado por un curioso ruido no muy frecuente. Como es de suponer bajo el manto del sentido común, los automóviles no eran muy conocidos en aquellos días y de seguro cualquiera de ellos llamaba mucho la atención, cuadras a la redonda -y con lo esnobista que ha sido el venezolano siempre, ni hablar.

Si estas no tan extravagantes conjeturas, según mi opinión, son ciertas, el Ford T se acercaba con chirridos rechinantes y temblorosos, y a la velocidad vertiginosa y alucinante de 30 kilómetros por hora…, según lo que se encuentra documentado por testigos del suceso. Sí, todo un peligro. Pero por si fuera poco, si la siempre notoria curiosidad de los transeúntes cercanos no hizo mayor mella en la atención del buen doctor, y si las pulsiones cíclicas de un cachivache con ruedas y Parkinson tampoco fueron dignas de alerta, no se justifica que el protagonista de este accidente haya tenido la posibilidad de ver el automóvil y darse el tupé de exclamar “¡Vírgen Santísima!” en vez de agilizar el paso.

Así es señores, el automóvil se avecinaba con su escándalo vibratorio de piezas flojas, y José, en vez de librarse del peligro con un salto ágil, se queda ahí, lelo, hipnotizado, viéndolo acercarse e invocando a la Vírgen de la impresión. ¿No te digo yo? Hay una película de Austin Powers en donde, estoy convencido de ello, una de sus escenas está inspirada en el arrollamiento de José Gregorio: 



Pero la historia no termina allí, es peor. Después de que el doctor, a causa del impacto, saliera despedido cual muñeco de trapo, es menester recordar la tercera Ley de Newton, que para los no entendidos reza así:  

*Isaac Newton es igualito a Christopher Lambert.
"A toda acción siempre ocurre una reacción idéntica en sentido contrario. Que destaque esta conclusión como ley física y no como justificativo para karmas, o para presuntuosas y farsantes leyes de un universo que cumple deseos humanos."


A lo que voy con esto, es que el topetazo que José Gregorio recibió fue exactamente igual al que recibió el auto. Ahora bien, esos autos de antes no eran como los de ahora, que por razones de seguridad son de carrocería deformable, para que sea ella la que absorba el choque en vez del piloto. No. Los autos de antes tenían carrocería de hierro y acero, y eran tan amigables ante los choques como lo es el guantazo de un boxeador recibido en la quijada.

José Gregorio salió bombeado, es verdad, pero dificulto que el Ford T y su chofer salieran ilesos del accidente. Dada la rigidez del sistema, la energía del impacto fue transmitida muy seguramente, y casi sin pérdidas, al conductor, que sin ningún tipo de protección moderna (cinturón de seguridad, airbags, ergonomía avanzada, carrocería deformable) con certeza le clavó la boca al volante y cuyo sombrero aún debe estar buscándose como reliquia del suceso.

¿Y cómo habrá quedado el coche? Pues probablemente con el radiador hecho trizas, cosa que es más dolorosa cuando recordamos que los vehículos eran entonces una novedad y que los repuestos tenían que traerse del extranjero (y con la cortesía de los barcos a vapor). A ese precio, era mejor comprarse varios burros y montar una línea de transporte.

Para el cenit de los colmos, el infortunado, arruinado y desdentado chofer obedecía al nombre de Fernando Bustamante Morales, quien iba a ser, antes del siniestro, nada más y nada menos que compadre del mismísimo José Gregorio. ¡Sería su compadre! Resulta ser que el buen doctor había tratado con éxito a la madre y hermana de Fernando, y pues, tal parece que habían fraguado amistad y confianza suficiente como para pactar ser familia de alguna manera. Bueno, sí así son los amigos agradecidos, José, ¿qué os puedo decir?

Así, pues, es como ilustro uno de mis pavores: a través de la tragedia del Dr. Hernández. Una vida pulcra (desde el punto de vista católico) terminada en una tragicomedia digna de guión de novela. Como diría mi amigo Once-Once: “Leonardo Padrón, tírate un paso”

En lo que a mi respecta, invoco al Ánima de Taguapire para que mi fin coincida bajo las ardientes llamas del aliento de un dragón, bajo una lluvia de flechas envenenadas que transformen el día en noche mientras silban en su parábola, o quizás simplemente rodeado de conejitas Playboy en la mansión de Hugh. Las cosas hay que terminarlas bien.

Cordiales saludos. No olviden que son soberanos de su vida y de su muerte. Cuidado con la ponchera de la tortuga.
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