viernes, 27 de abril de 2012

BREVES CONSIDERACIONES ANODINAS DEL TIEMPO



Una entrañable amiga me ha preguntado qué opino, filosóficamente hablando, acerca del tiempo. Mucho me temo que solo podía darle una respuesta desde mis pocas entrenadas convicciones, y en un rápido denuedo silogista le he dicho lo siguiente:

"Te diré lo que pienso.

El tiempo, en sí mismo, no existe, pues parte de dos arbitrariedades innatas en el ser humano para entender mejor la realidad: a saber, el inicio de un evento y las unidades en las que se mide ese evento.

Supongamos que acontece un evento A, y luego de una cadena de causas y efectos, un evento B. La cadena de causas y efectos bien puede ser irrelevante entre A y B. Simplemente acontece entre un evento y el otro. Con esto evitamos que el evento A sea simultáneo al evento B en este ejercicio que estoy proponiendo.

El mundo no comienza cuando sucede el evento A, sin embargo, para estimar cuantitativamente un lapso entre A y B, suponemos, arbitrariamente, que el tiempo en A es un tiempo cero, y que el tiempo en B, luego de algunas sucesiones, vale algo. 

Pero el tiempo, en términos absolutos, no vale cero ahí. Como te dije, el universo no comienza ahí. Sería, en el mejor de los casos, un tiempo relativo.

¿Pero entonces significa que el tiempo sí comenzó a existir desde que el universo comenzó? Tampoco.

Lo que sucedió al principio del universo fue el Big Bang, que devino en nebulosas, que produjeron planetas, que luego albergaron vida. Digamos que lo que en realidad sucedió fue una cadena infinitamente gradual de acontecimientos (y que aún sucede). Nosotros, ahora mismo, somos el universo explotado convertido en seres humanos; todo en un eterno presente. Se podría hablar, con absoluta propiedad, que así como no hay futuro, no hay pasado.

El concepto de tiempo esta hermanado con el concepto de ritmo, o con el de repetitividad. Nosotros somos seres "rítmicos", y tenemos la ilusión del tiempo en la sangre. Vivimos bajo los ciclos de la respiración, del día y la noche, del nacimiento y la muerte, de las estaciones, del latido del corazón. Incluso creamos música. Todo eso es rítmico, es periódico, y cuando afirmamos inocentemente que hay tiempo entre A y B, en verdad lo que afirmamos es que los sucesos entre A y B pueden ser divididos equitativamente entre un número de cuestiones rítmicas a las que estemos acostumbrados.

Es como decir: ¿cuántos latidos de corazón caben entre A y B? ¿O cuántos aleteos de colibrí? ¿O cuántos segundos? ¿O cuántos años? ¿O cuántos "ratos" de motel? ¿Sabes cómo se define un segundo según el Sistema Internacional de Unidades? Así:

'Un segundo es la duración de 9 192 631 770 oscilaciones de la radiación emitida en la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del isótopo 133 del átomo de cesio (133Cs), a una temperatura de 0 K'.

Pura arbitrariedad. De hecho, esta es la segunda arbitrariedad humana en estos asuntos del tiempo: las unidades en las cuales se mide.

Tan efímero es este asunto del tiempo como el del "espacio", cuestión que al igual que la mismísima "causa y efecto", es susceptible de toda duda. Tanto es así, que hasta espacio-tiempo llaman a esa invisible e impalpable telaraña que abriga a todas las cosas en el universo. ¿Para qué llamarla espacio-tiempo si en el fondo es la misma cosa? Pero estas son otras menudencias que no vienen al caso.

Lo que se esconde detrás del tiempo es la conjugación de otras "propiedades" o "facultades": Una cadena de hechos, una capacidad adecuada para ordenar el mundo, la memoria, diferencias entre la magnitud de impulsos perceptivos y la finitud de estos, nuestra propia finitud, nuestra inherente concepción del espacio, nuestra mala crianza con la "causalidad"; todo ello confluye a que inventemos el tiempo. 

Por otro lado, ¿qué podemos saber nosotros del tiempo, si para saber de él estamos inmersos en sus entrañas? Eso es como opinar de la vida sin habernos muerto primero.

Un abrazo".

Dejé de escribir y me sometí de nuevo al esquema de ritmos.









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domingo, 22 de abril de 2012

PENSAD COMO POLÍTICO Y ENTENDERÉIS


 Tal parece que desde que los pueblos han tenido la oportunidad de elegir a sus dirigentes, la figura del político se ha venido trastocando en la forma de un orador de turno, afanoso por el poder y entusiasta de las parafernalias. Esto, incluso hasta llegar a deformar el concepto mismo de la política; y en vista de ello, no es despreciable ese creciente número de personas que, víctimas de la impronta reduccionista que define el semblante de los tiempos actuales, asocian todo lo referente a la política, rápida y tajantemente, con la peor inmundicia del ser humano. Y en ocasiones, hay que decirlo, no les faltan razones. 


 Pero cabría preguntarse, ya que es el ciudadano el que elige a su gobernante, quién es el verdadero responsable de las inconvenientes consecuencias de los gobiernos nefastos. No obstante, acusar enteramente al ciudadano de los desmanes ocasionados al otorgar, de buena fe, un cheque en blanco a una persona que promete ser un digno representante del pueblo, no es del todo justo. A fin de cuentas, para la persona promedio siempre será difícil prever si las promesas políticas por fin caerán del abstracto mundo de las ideas a la palpable realidad.


 A todas estas, quizás sea oportuno introducir una tercera variable en este problema de dilatada data. En el caso ideal en el que el ciudadano elija a su representante bajo las mejores premisas posibles, y que a la vez este representante sea congruente en acciones con lo que se espera de él, ¿existiría la posibilidad de que el gobierno de este hombre aún fuese desfavorable? La respuesta, aún en esta idealidad, es afirmativa. 


 Lo que falla, aún en condiciones ideales, es el sistema democrático en sí mismo. Ya en ensayos previos, como el "Fundamentalismo Democrático", se han expuesto cuáles son las razones más limitantes para que el sistema democrático sea susceptible de perfección, pero rescatando la más importante se recuerda que es la apología fundamentalista a la falacia del argumentum ad populum. En pocas palabras, la democracia se sostiene bajo la errónea premisa de que las mayorías siempre tienen la razón. 


 Lo que sucede con esto es que, por un lado, se deja la decisión en las mayorías que, por naturaleza simple, siempre han de ser espontáneamente gregarias e inacabadas; y por otro lado, el político, aún estuviendo preñado de buenas intenciones, se convierte en mercader de popularidades, pues intenta convencer de sus promesas o de su gestión a la mayor cantidad de personas posibles, centrando toda su atención a ello. En el sistema democrático actual, solo esto es lo que lo legitima como representante del pueblo. 


 Alejándose ya de las idealidades expuestas y remitiéndonos a la realidad, toca evaluar el caso en donde la población adolece de educación y en donde el político persigue algo mucho más que la satisfacción de sus coterráneos. En la praxis, contrario a lo que Platón ya había manifestado claramente en "La República" respecto al carácter de lo que debería ser un político, se observa cómo los que aspiran a ser representantes de todos, aún buscando la prosperidad de los suyos, embargan deseos de trascendencia, prestigio, poder y comodidad, tanto para ellos como para los suyos. Esto, que no tiene porqué ser peyorativo en sí mismo, hace, sin embargo, que el conseguir el cargo político y mantenerse en él sea el apetito principal del aspirante. En el proceso suele olvidarse que ejercer política es un servicio público y no la adquisición de un escalafón de superioridad. 


 En el mismo orden de ideas, cuando la masa votante es inculta o adolece de la educación suficiente, es exageradamente susceptible a los sofismas, a las soluciones inmediatas, a la inconsciencia histórica, a la poca memoria y a la emocionalidad del momento. 


 En este sentido y con este panorama (un sistema que favorece la cantidad y no la calidad del votante y unos votantes anodinamente educados), ¿qué posición debe tomar el político para llegar al cargo que anhela? Evidentemente, debe procurar a toda cosa la popularidad, la simpatía de la mayoría. 


 El discurso político se torna entonces para tales fines en el que ya conocemos: un discurso vacío, resonante, de ideas poco trabajadas y simples. El político debe mentir de forma inevitable. Una retórica emocional, llena de sofismas, que apunta siempre a las conciencias más básicas de la masa votante. El lenguaje será predominantemente sencillo, e incluso el político mismo intentará mimetizarse con el más humilde o representativo de la masa. Esta es la clase de discurso, y no otro, que funciona adecuadamente para los estratos poco cultivados y de limitados recursos económicos. Una referencia obligada de esta clase de lenguajes nos las da el mismísimo Goebbels de la Alemania Nazi. 


 Vale destacar que los medios de comunicación, estén o no a favor de este político, deben manejar un criterio editorial que sea complaciente con su público, de tal manera que perviva sobre todas las cosas la existencia del negocio del medio comunicacional como tal. Por este motivo, y por las mismas razones que el político, no toda la información debe ser conocida con todos. Huelga decir, también, que existe un criterio ético muy razonable en esta filtración informativa, pero no suele ser el principal factor. 


 Todo lo anterior conduce a la conclusión de que el político, necesariamente, inevitablemente, debe mentir. Como corolario inmediato, pues, se observa que la verdadera política es la que opera subrepticiamente, entre las personas selectas y directamente involucradas, e independientemente de la matriz informativa. El pueblo, la masa, el votante, nunca sabrá qué es lo que sucede a ciencia cierta. No puede y (no debe) saberlo en este sistema. 


 Cuando el político alcanza el cargo que desea, está obligado a mantener la misma estrategia de apología a la popularidad el mayor tiempo posible. Esto significa que cada aparición mediática, que cada discurso y cada acto de este representante no busca la satisfacción de los suyos como esencia, sino que busca mantener la legitimidad suya en el sistema. Busca votos, votos a través de actos que en el mejor de los casos redundan en el efecto colateral (más no principal) del beneficio de los ciudadanos. 


 Sería legítimo preguntarse: ¿y no es la mejor solución a la popularidad y a la anuencia de la masa que el político haga correctamente lo tiene que hacer? ¿Un buen gobierno no es garantía de un pueblo feliz que recompensará debidamente al político? En primera instancia, pareciera que así lo dicta la lógica. No obstante, es de lo más frecuente conseguirse con que el camino correcto en la guía y cuidado del Estado es impopular. 


 Si el político opta por lo correcto, en algún momento deberá tomar decisiones que no complacerán a la mayoría de los votantes, al mismo tiempo de tener el problema de las soluciones a mediano y a largo plazo, las cuales pueden requerir mucho más allá del período del cargo. Soluciones dilatadas beneficiarán la estampa de la magistratura de los políticos futuros, y decisiones impopulares aumentarán el descontento en la gente, lo que repercutirá en la reducción de esa sacrosanta mayoría. Lastimosamente, toda legitimidad en el sistema democrático se excusa en la libre determinación de los pueblos, independientemente de cuál sea esa determinación. Al político le toca complacer al circo, si pretende asirse bien en el cargo que ostenta. 


 Confluyendo las ideas, se tiene que la responsabilidad política de cada gobierno es una carga compartida entre ciudadano, sistema político y gobernante. Con el fundamentalismo democrático actual, mucho faltará aún para que los votos tengan “calidad” y no solo se les mire en cantidad, mientras mutemos a un nuevo sistema mejorado de representatividad. Quedan por mejorar los actores restantes: el ciudadano y el gobernante. 


 Como se ha dicho hasta la saciedad que la educación de calidad en los ciudadanos es el mejor vehículo hacia una mejor dirección del Estado, no valdrá la pena remarcarlo nuevamente en estas líneas. Pero además de ello, será asertivo saber elegir a nuestros gobernantes. 


 Los heraldos de la educación y el sentido común concluirán que en el perfil de un buen candidato (y por ende de un buen gobernante) comulgan una serie de características vitales, cuyo análisis se invita a discretizar como sigue: 


 • Una historia de vida afín a la dirección que desean tomar los ciudadanos. Sobre todo, la educación del gobernante debe ser conveniente para la dirección del cargo al que se postula. Hay que recordar que el político elegido será el ícono del pueblo que lo eligió. 
• Su prontuario laboral en los asuntos públicos. Es de especial interés el número de logros conseguidos, ponderados con tiempo y recursos utilizados. 
• Mientras menos familiares y allegados directos hayan conseguido cargos de poder a través del político, mejor. 
• Evaluar las ideas y argumentos del político, no desde la emocionalidad, sino desde la mayor objetividad posible. Si se puede, con data estadística y cuantitativa como respaldo. 
• Verificar su sensatez, amabilidad y educación con sus adversarios, así como su despreocupación ante las invitaciones a debate. 


 La vida bien pudiera manejarse con reduccionismos, pero al manejarla así, sin la paleta de colores necesaria para describirla y hacerle frente de forma correcta, poco se puede esperar de los resultados. En política, embadurnar al político de toda nuestras miserias es susceptible de esta misma carencia de sutilezas. Piénselo con detenimiento si opina que toda la responsabilidad es del gobernante de turno. 


 Saludos.





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domingo, 8 de abril de 2012

LA SUPERFICIALIDAD Y LA BANALIDAD

Cuando el carácter de la persona exige un rigor en lo que le rodea, se convierte en una suerte de perfeccionista, siempre ávido de sustancia, de calidad, de belleza. Algo que marca tajantemente la inflexión y distinción en esta clase de individuos es que no solo son amigos de la utilidad, sino que necesitan más que eso. Ya no se trata de que su mundo y las herramientas que lo tienden hacia él sean efectivas, sino que se trata de que, además, sean perfectas. En la gran mayoría de estos eventos, esta perfección es eufemismo de belleza.

Después de una profunda cavilación o después de una muy desarrollada sensibilidad (bien puede que ésta sea consecuencia de aquella), la persona de gusto exigente se exilia a sí misma, se condena (gustosamente) a sí misma a la soledad, a la incomprensión y a la poco frecuente satisfacción de sus más acabados apetitos. Un círculo reducido, una proto élite, es la consecuencia inmediata de lo que ocurre cuando esta clase de espíritus se reúnen en sociedad entre personas de similares inquietudes e intereses. Y es que lo que ha necesitado desarrollo y perfección no abunda ni puede ser popular.

Es importante remarcar que la persona de este talante persigue el único fin de satisfacer ese profundo anhelo de acercarse a lo bello, al arte, a lo sublime, al nivel máximo y más acabado de expresión de sí mismo y de su entorno. La exclusividad, en todas sus vertientes, es solo un corolario y no la meta en las acciones. El dinero nunca es fin, sino es el puente por antonomasia que permite el acercamiento entre este ser sensible y lo acabado.

La moral de esta persona, como es de suponer, proviene de una pensada resolución propia. Es un canon individual que tuvo que ser fraguado en momentos de necesaria introspección. El supremo respeto y dignidad que siente hacia sí mismo, pues se sabe único y exclusivo, le produce el mismo sentimiento hacia cualquier otro tipo de manifestación individual, aunque sea diametralmente opuesta. Su ética proviene de este hecho. No obstante, sabe reconocer lo no-acabado y se aleja de ello, pues se reconoce a sí mismo ahí, en estadios anteriores de su desarrollo estético interno. Esto, que es distinto a la discriminación, es más bien una huida de lo primitivo y de lo tosco.

La simpleza de lo complejo suele ser el sino aquí. La búsqueda aforística, la síntesis sin sincretismos, los absolutos menudos y flexibles. En la elevación del espíritu, el camino se estrecha; y las ideas y emociones, en conjunto con el despertar estético, comienzan a estar repletos de sutilezas y delicadezas, cual ramas ulteriores y finas de un árbol del conocimiento. Curiosamente, en este camino ascendente y delgado, como si de verdad existiera una idea absoluta, estos artistas se encuentran entre sí, incluso deambulando cada uno en su camino individual, sin premeditación; y pareciera entonces que la máxima que reza que “la belleza está en los ojos de quien la mira” es una inocente falacia.

Este acto de elevación y estrechez, que implica una profunda y transitoria transformación interior, un refinamiento y un filtro en lo que satisface los apetitos, alcanza su mejor expresión en lo que a partir de ahora se llamará superficialidad. Es la superficie ese estrato final que se consigue luego de ese viaje que parte desde los abismos más profundos y recónditos del desarrollo estético en el humano. La superficialidad, pues, requiere de una previa profundidad de espíritu. Toda capa requiere un sustrato. “Solo los superficiales se conocen a sí mismos”, decía Oscar Wilde.

En contraste con el movimiento ascendente de la persona superficial, el banal es descendente. Incluso, más que descendente, podría decirse es una caída libre; no ya desde un estrato superior, sino desde un plano ajeno a lo sublime al plano de lo bello. Todo esto, abrupta y artificialmente.

La brusquedad de la banalidad se debe a que a través de la persona de este carácter no ocurre ningún proceso de interiorización ni el pulir de elementos estéticos. El banal copia al superficial, saltándose todo el tramo del autoconocimiento y desarrollo del gusto.

Como se mencionó antes, el superficial no deviene en dinero, sino en lo que puede conseguir con él para llegar a lo que pretende, que es la satisfacción de sus más individuales y refinadas querencias. Es posible que el superficial, en cuanto a su apariencia y costumbres, ofrezca muestras inequívocas de exquisitez y lujo; pero este asunto solo es la inevitable expresión exterior de lo que en su interior alberga. Esta expresión es orgánica, pues si sus necesidades estéticas e ideales son exigentes, natural y espontáneamente exigentes serán, en ocasiones, sus necesidades de vestimenta, alimentación y entorno.

El banal, sin previo proceso reflexivo, no es capaz de deducir un canon ético propio, e imita entonces el del superficial. Pero no es capaz –nunca lo será- de copiar la ejercitada interioridad del superficial, y solo copia entonces su apariencia, sus gastos, su consumo. El banal es aquel que, como no siente mayor inquietud de espíritu hacia la belleza, confunde lo sublime con el valor monetario, convirtiendo así el dinero en el fin mismo. Procura, desde luego, lo más costoso, lo más exuberante y llamativo, la mayor cantidad, lo más ostentoso y hasta exagerado.

En la banalidad no hay delicadezas, porque aún intentando disfrazarla en las formas (por ejemplo, El banal es un remedo del superficial.cuando se ciñe a la fórmula de protocolo y etiqueta de las “altas clases”), se nota la tosquedad en el manejo y desenvolvimiento de las ideas. El banal cree vehementemente en las fórmulas y en las soluciones prêt-à-porter, y en contraste con el superficial, nunca se pregunta el “por qué” de los asuntos. En todo caso, se pregunta el “para qué”, siempre en aras de una búsqueda de utilidad. Los superficiales saben que la utilidad de las cosas es apenas un estadio primitivo en el proceso de aprehensión de ellas.

En la tosca banalidad se discrimina. No hay respeto a la individualidad del diferente, sino que más bien hay un sectarismo que es una mala copia del natural elitismo del superficial. Por eso el banal se siente superior, cuando es, sin sospecharlo, el estrato más desfavorecido de gracia. De aquí se deduce que lo que históricamente se ha llamado aristocracia no ha sido más que el disfraz costoso del chandala. De aristocracias y noblezas verdaderas, que son las del espíritu, sabían muy bien Nietzsche y Ortega & Gasset.

La diferencia entre superficialidad y banalidad se hace muy necesaria en los tiempos del hoy, en donde precisamente el pensamiento de lo inmediato, de las cápsulas y de las soluciones en cajas parece estar por doquier. Que no haya reduccionismos en afirmar que el arte es perfectamente inútil, y que el superficial, quien es su heraldo, es por lo tanto, un banal.

Un saludo.





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