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oscientos años. Un par de centenas de años que bien pudieran ser traducidas al entendimiento humano en unas aproximadas siete u ocho generaciones. Todavía abundan en Venezuela personas que pueden encontrar su derivación filial hasta las épocas en donde los esclavos molían maíz en el pilón de las casas de los blancos criollos. Doscientos años en términos históricos no es mucho en realidad.
Pero lo importante del bicentenario venezolano, es que en aquel 5 de julio de 1811 se hizo una declaración de independencia, una voluntad de separación, un nacimiento. Precisamente es eso, un nacimiento, que hay que analizar con mucha cautela y sin consignas irracionales nacionalistas.
La independencia de Venezuela, el comienzo del nacimiento de este país, fue un parto apresurado. Si se quiere, fue el primer gran movimiento esnobista de las élites de esta región. Ser una colonia era algo ya, en los 1800, demodé para las finas pretensiones y gustos románticos de las clases educadas. Y cuando Bolívar vio a Napoleón coronarse, el sueño de la América Unida (su sueño, no el sueño del vulgo) comenzó a gestarse incluso antes de que el más humilde campesino llanero supiera siquiera qué era América.
He ahí nuestro primer error: la independencia, esa lucha que tiñó de sangre a la mitad de Suramérica, la más violenta de la época, fue producto de unas ideas importadas, que por muy noble que hayan sido o no, no se habían digerido aún en el común de la población. Fue un mandato vertical, de las élites al pueblo, que no fue comprendido en sus raíces y que tampoco tenía por qué. De la noche a la mañana, un llanero dejó de arrear las reses para atravesar los Andes con un fusil, sin filosofía alguna que le diera sustento a sus acciones, más que la paga y la promesa populista de algunos derechos extras.
Hasta Miranda, el más profundo prócer independentista de Venezuela, cometió la imprudencia de pensar que los habitantes de esta región estaban a la par de la vanguardia de la época. Nadie sintió en el corazón la bandera que trajo. Eso de ser un país distinto, separado, no era más que un ideal artificial, si se me perdona la redundancia.
Pero así sucedieron las cosas, Venezuela se cortó el cordón umbilical. Nació a pesar de una gestación impropia, nació de las palabras, de los impulsos franceses, de las constituciones estadounidenses, de la ambición de un hijo de españoles, de la indiferencia indígena. No nació de los venezolanos, no fue un movimiento espontáneo, orgánico; no fue una convicción formal de algo que ya estaba en las calles y en los corazones, no fue nunca un destapar de una olla hirviente. Todo fue, francamente artificial.
La historia se encargaría de hacéroslo cobrar. Bolívar mismo no tuvo más remedio que ser dictador. Páez, el primer presidente de este país (cuando por fin formalmente ya podía llamarse Venezuela), también tuvo que asir el mando sin muchas flexibilidades. Y pues, queda para la muestra una historia de 200 años, de la que casi 130 años estuvimos en dictaduras. No se puede hablar de un espíritu libertario, de una espontaneidad libre, si la mayor parte del tiempo estuvimos acostumbrados a estar pisados por el caudillo del momento. Se fue el yugo Español, pero eso no significó libertad.
El segundo traspiés prematuro e importado fue la llegada de la democracia. Betancourt quería democracia a la fuerza, en una población que si bien ya detestaba a los dictadores, no tenía preparación alguna para tomar decisiones políticas. López Contreras entendía de eso, Medina Angarita también, pero Betancourt no. De nuevo, el capricho onírico de uno es el forcejeo apresurado de toda una sociedad. Y tampoco en esta ocasión se sabía muy bien hacia dónde era que teníamos que ir.
Como consecuencia, resulta que ahora, en tiempos actuales, todos están capacitados equitativamente para decidir quién es el que debe dirigir el país. Todos son especialistas políticos. El más vulgar y anodino ejerce igual peso que el más preparado ciudadano a la hora de discernir las riendas del destino venezolano. Incluso hasta ser de otras tierras no es impedimento para tomar decisiones patrias…
¿Qué es todo esto? Estamos en vista, pues, de un amasijo sin forma de muchos acontecimientos, de mucho esnobismo, de sembradíos de café que financiaban pugnas de caudillos, de petróleo que financiaba (y financia) pugnas politiqueras entre los partidos, de una sociedad increíblemente sincrética, en donde aún perdura en la práctica la división de blancos, negros e indios. Inverosímilmente, ahora se tienen pretensiones, en una tercera oleada de parejerismo criollo, de ser socialistas. Por favor.
Nos ha faltado algo muy importante, que si bien es cierto que es muy difícil obtener con apenas 200 años de historia (y 300 años de gestación predecesora), que si bien es cierto que será mucho más difícil de lograr con un mundo globalizado y en presencia de nuestro talante esnobista; no dejará, empero, de ser crucial para nuestro destino. Nos falta nada más y nada menos que identidad. No sabemos quiénes somos.
¿Qué es ser venezolano? He allí la pregunta más grande, la más difícil, la más importante ante este bicentenario. Porque no sabemos lo que estamos celebrando el día de hoy. Celebramos independencia, ¿pero de quién? ¿De qué o de quién nos diferenciamos? ¿Cuál es el límite que demarca al venezolano de cualquier otro ciudadano del mundo? ¿Qué es ser venezolano?
Todavía somos un amasijo en plena formación, falta mucho para responder. Somos una suerte de Roma caída, que busca nuevos senderos y organizaciones culturales. Sin embargo, la claridad es menester cuando se describe lo que no somos. No podemos hallar identidad nacional en lo sincrético; no podemos enorgullecernos de ser una mezcla de razas y credos, por ejemplo. Tampoco podemos hallar identidad en lo que no hemos elegido, pues ni las “mujeres bellas”, ni los parajes hermosos, ni nuestros recursos naturales son un constructo de un esfuerzo nacional.
Entonces, ¿qué es ser venezolano, qué significa eso? ¿Qué estamos celebrando el día de hoy si no sabemos de qué nos diferenciamos? Luego, una vez resuelta esta gran cuestión, estaríamos en la capacidad de saber muy bien qué podríamos ser, hacia dónde ir.
Cordiales saludos.
Pero lo importante del bicentenario venezolano, es que en aquel 5 de julio de 1811 se hizo una declaración de independencia, una voluntad de separación, un nacimiento. Precisamente es eso, un nacimiento, que hay que analizar con mucha cautela y sin consignas irracionales nacionalistas.
La independencia de Venezuela, el comienzo del nacimiento de este país, fue un parto apresurado. Si se quiere, fue el primer gran movimiento esnobista de las élites de esta región. Ser una colonia era algo ya, en los 1800, demodé para las finas pretensiones y gustos románticos de las clases educadas. Y cuando Bolívar vio a Napoleón coronarse, el sueño de la América Unida (su sueño, no el sueño del vulgo) comenzó a gestarse incluso antes de que el más humilde campesino llanero supiera siquiera qué era América.
He ahí nuestro primer error: la independencia, esa lucha que tiñó de sangre a la mitad de Suramérica, la más violenta de la época, fue producto de unas ideas importadas, que por muy noble que hayan sido o no, no se habían digerido aún en el común de la población. Fue un mandato vertical, de las élites al pueblo, que no fue comprendido en sus raíces y que tampoco tenía por qué. De la noche a la mañana, un llanero dejó de arrear las reses para atravesar los Andes con un fusil, sin filosofía alguna que le diera sustento a sus acciones, más que la paga y la promesa populista de algunos derechos extras.
Hasta Miranda, el más profundo prócer independentista de Venezuela, cometió la imprudencia de pensar que los habitantes de esta región estaban a la par de la vanguardia de la época. Nadie sintió en el corazón la bandera que trajo. Eso de ser un país distinto, separado, no era más que un ideal artificial, si se me perdona la redundancia.
Pero así sucedieron las cosas, Venezuela se cortó el cordón umbilical. Nació a pesar de una gestación impropia, nació de las palabras, de los impulsos franceses, de las constituciones estadounidenses, de la ambición de un hijo de españoles, de la indiferencia indígena. No nació de los venezolanos, no fue un movimiento espontáneo, orgánico; no fue una convicción formal de algo que ya estaba en las calles y en los corazones, no fue nunca un destapar de una olla hirviente. Todo fue, francamente artificial.
La historia se encargaría de hacéroslo cobrar. Bolívar mismo no tuvo más remedio que ser dictador. Páez, el primer presidente de este país (cuando por fin formalmente ya podía llamarse Venezuela), también tuvo que asir el mando sin muchas flexibilidades. Y pues, queda para la muestra una historia de 200 años, de la que casi 130 años estuvimos en dictaduras. No se puede hablar de un espíritu libertario, de una espontaneidad libre, si la mayor parte del tiempo estuvimos acostumbrados a estar pisados por el caudillo del momento. Se fue el yugo Español, pero eso no significó libertad.
El segundo traspiés prematuro e importado fue la llegada de la democracia. Betancourt quería democracia a la fuerza, en una población que si bien ya detestaba a los dictadores, no tenía preparación alguna para tomar decisiones políticas. López Contreras entendía de eso, Medina Angarita también, pero Betancourt no. De nuevo, el capricho onírico de uno es el forcejeo apresurado de toda una sociedad. Y tampoco en esta ocasión se sabía muy bien hacia dónde era que teníamos que ir.
Como consecuencia, resulta que ahora, en tiempos actuales, todos están capacitados equitativamente para decidir quién es el que debe dirigir el país. Todos son especialistas políticos. El más vulgar y anodino ejerce igual peso que el más preparado ciudadano a la hora de discernir las riendas del destino venezolano. Incluso hasta ser de otras tierras no es impedimento para tomar decisiones patrias…
¿Qué es todo esto? Estamos en vista, pues, de un amasijo sin forma de muchos acontecimientos, de mucho esnobismo, de sembradíos de café que financiaban pugnas de caudillos, de petróleo que financiaba (y financia) pugnas politiqueras entre los partidos, de una sociedad increíblemente sincrética, en donde aún perdura en la práctica la división de blancos, negros e indios. Inverosímilmente, ahora se tienen pretensiones, en una tercera oleada de parejerismo criollo, de ser socialistas. Por favor.
Nos ha faltado algo muy importante, que si bien es cierto que es muy difícil obtener con apenas 200 años de historia (y 300 años de gestación predecesora), que si bien es cierto que será mucho más difícil de lograr con un mundo globalizado y en presencia de nuestro talante esnobista; no dejará, empero, de ser crucial para nuestro destino. Nos falta nada más y nada menos que identidad. No sabemos quiénes somos.
¿Qué es ser venezolano? He allí la pregunta más grande, la más difícil, la más importante ante este bicentenario. Porque no sabemos lo que estamos celebrando el día de hoy. Celebramos independencia, ¿pero de quién? ¿De qué o de quién nos diferenciamos? ¿Cuál es el límite que demarca al venezolano de cualquier otro ciudadano del mundo? ¿Qué es ser venezolano?
Todavía somos un amasijo en plena formación, falta mucho para responder. Somos una suerte de Roma caída, que busca nuevos senderos y organizaciones culturales. Sin embargo, la claridad es menester cuando se describe lo que no somos. No podemos hallar identidad nacional en lo sincrético; no podemos enorgullecernos de ser una mezcla de razas y credos, por ejemplo. Tampoco podemos hallar identidad en lo que no hemos elegido, pues ni las “mujeres bellas”, ni los parajes hermosos, ni nuestros recursos naturales son un constructo de un esfuerzo nacional.
Entonces, ¿qué es ser venezolano, qué significa eso? ¿Qué estamos celebrando el día de hoy si no sabemos de qué nos diferenciamos? Luego, una vez resuelta esta gran cuestión, estaríamos en la capacidad de saber muy bien qué podríamos ser, hacia dónde ir.
Cordiales saludos.
Nacimos importados, sin sino propio.
ResponderEliminarGran post, Corvo! Las realidades de nuestras respectivas naciones latinoamericanas se parecen tanto, tanto, que tu articulo bien puede aplicarse al caso argentino. Mal de muchos...
ResponderEliminarSaludos!
Zentraedi, Diego, reciban mis saludos. Así parece mis estimados, así parece. En ese sentido Latinoamérica realmente es un solo bloque, con idiosincracias muy parecidas, pues desde hace 500 años nos ha ocurrido más o menos lo mismo.
ResponderEliminarMuchas gracias.