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s harto sabido que el humano es el único animal sobre toda la tierra que se caracteriza por su predominante uso de la razón, Más sin embargo, es legítimo preguntar: ¿cómo llegó el ser humano a poseer tal virtud? ¿Cómo se inició la “chispa” del pensamiento? ¿Cómo el hombre fue convirtiéndose en el “animal más interesante”? A luz del siglo XXI, la psicología evolutiva ofrece una explicación bastante aproximada de lo que fue este proceso, pero en el siglo XIX Friedrich Nietzsche ya se había adelantado a dar su opinión al respecto; incluso, con conclusiones que aún la ciencia no ha demostrado aún, lo cual crea cierta expectativa, en son de aumentar aún más el respeto que tal pensador evoca, si sus hipótesis resultan válidas.
En la “Genealogía de la moral”, Nietzsche se remonta a la etapa más larga de la vida del homo sapiens, a saber la prehistoria del hombre, para explicar cómo fue que un ser más animal que humano comenzó a suprimir radicalmente sus instintos en beneficio de la convivencia social, derivando esto en lo que hoy llamamos como “conciencia”. El filósofo afirma que nuestro orgullo actual al exhibir un uso de la razón muy superior al del cualquier otro animal no ha sido asequible a un costo bajo. Todo lo contrario: miles de años de extrema crueldad tuvieron que acompañar a la metamorfosis mental necesaria para que la imaginación, el planificar, el calcular, el predecir, el establecer causalidades, surgiera en nuestros procesos psíquicos. Mucha sangre pues, tuvo que fluir para que el hombre fuera, según las palabras de Nietzsche, el animal al cual le es lícito hacer promesas.
¿Y cómo es un animal al cual le es lícito hacer promesas? Es uno que, justamente, posee la capacidad de cumplirlas, que posee responsabilidad. Eso exige, desde la perspectiva nietzscheana, una lucha y una victoria sobre la capacidad de olvido, capacidad característica de todos los animales sanos. El hombre, empero, es el animal enfermo, que ha desviado su naturaleza para terminar siendo serio, para reír, para soportar inconmensurablemente el sufrimiento e incluso para buscarlo. La memoria es la antagonista de esa fuerza innata y saludable para olvidar, y resulta vencedora sobre ésta al ser necesaria para el respeto y sometimiento exigido para vivir en aquellas primeras comunidades humanas.
Duro, muy duro, era el castigo en esas primeras congregaciones primitivas. La rigurosidad de la pena, tal como lo muestra la historia, es inversamente proporcional al tamaño de la sociedad en la cual se aplica; de tal manera que si una comunidad de hombres es muy numerosa, flexible es el castigo al romper los mandatos hacia ella. Por el contrario, y justo como ocurría al principio de la historia de la humanidad, ante comunidades pequeñas, extremo era considerado el agravio (por cuanto ponía en peligro a la comunidad entera) y severo entonces era el castigo impuesto.
Para un ser más animal que hombre, lleno de vigor, de voluptuosidad juvenil, de fuerza, de afán de dominio, de voluntad de poder, sin más memoria que la necesaria y saludable, sin mayor inteligencia, la supresión relativamente brusca de sus sentidos para poder obtener el beneficio de la comunidad derivó en un sufrimiento nunca antes visto. Este sufrimiento era impartido, en primera instancia, por la coacción de la sociedad sobre esa fuerza interna de los individuos. El obedecer la ley y el vivir en paz requiere de memoria y castigo. Tal como lo dice el filósofo, la única forma de imprimir memoria en ese entendimiento del instante, característico del hombre primitivo, se regía bajo el siguiente principio: “para que algo permanezca en la memoria se lo graba a fuego. Solo lo que no cesa de doler permanece en la memoria.”
Esta inhibición producto del castigo severo, de la pena (proceso que se explica detenidamente en el libro señalado anteriormente) conduce en efecto a la retentiva de una nueva ética para el individuo. El alma es el desahogo interno de los instintos salvajes del hombre.Pero esta nueva forma de comportarse, brusca, necesaria pero difícil, contra-intuitiva, deriva en otra clase de sufrimiento más sutil y subterránea. También la más importante. En efecto, la conciencia (gracias al adquirir paulatino de la memoria) comienza a germinar, pero no una sana conciencia, sino que, consecuencia de la represión instintiva, y del lógico fluir de los instintos y su fuerza hacia dentro del individuo en vez de hacia afuera; esta conciencia es una “mala conciencia”. Su resultado es el “alma” misma. En palabras de Nietzsche:
“En este punto no es posible esquivar ya el dar una primera expresión provisional a mi hipótesis propia sobre el origen de la «mala conciencia»: tal hipótesis no es fácil hacerla oír, y desea ser largo tiempo meditada, custodiada, consultada con la almohada. Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz. Lo mismo que tuvo que ocurrirles a los animales marinos cuando se vieron forzados, o bien a convertirse en animales terrestres, o bien a perecer, eso mismo les ocurrió a estos semi-animales felizmente adaptados a la selva, a la guerra, al vagabundaje, a la aventura, de un golpe todos sus instintos quedaron desvalorizados y «en suspenso». A partir de ahora debían caminar sobre los pies y «llevarse a cuestas a sí mismos», cuando hasta ese momento habían sido llevados por el agua: una espantosa pesadez gravitaba sobre ellos. Se sentían ineptos para las funciones más simples, no tenían ya, para este nuevo mundo desconocido, sus viejos guías, los instintos reguladores e inconscientemente infalibles, ¡estaban reducidos, estos infelices, a pensar, a razonar, a calcular, a combinar causas y efectos, a su «conciencia», a su órgano más miserable y más expuesto a equivocarse!
Yo creo que no ha habido nunca en la tierra tal sentimiento de miseria, tal plúmbeo malestar, ¡y, además, aquellos viejos instintos no habían dejado, de golpe, de reclamar sus exigencias! Sólo que resultaba difícil, y pocas veces posible, darles satisfacción: en lo principal, hubo que buscar apaciguamientos nuevos y, por así decirlo, subterráneos. Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro –esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina su «alma».
Todo el mundo interior, originariamente delgado, como encerrado entre dos pieles, fue separándose y creciendo, fue adquiriendo profundidad, anchura, altura, en la medida en que el desahogo del hombre hacia fuera fue quedando inhibido. Aquellos terribles bastiones con que la organización estatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad (las penas sobre todo cuentan entre tales bastiones) hicieron que todos aquellos instintos del hombre salvaje, libre, vagabundo, diesen vuelta atrás, se volviesen contra el hombre mismo. La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción, todo esto vuelto contra el poseedor de tales instintos: ése es el origen de la «mala conciencia». El hombre que, falto de enemigos y resistencias exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de las costumbres, se desgarraba, se perseguía, se mordía, se roía, se sobresaltaba, se maltrataba impacientemente a sí mismo, este animal al que se quiere «domesticar» y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula, este ser al que le falta algo, devorado por la nostalgia del desierto, que tuvo que crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara de suplicios, una selva insegura y peligrosa, este loco, este prisionero añorante y desesperado fue el inventor de la «mala conciencia».
Pero con ella se había introducido la dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no se ha curado hasta hoy, el sufrimiento del hombre por el hombre, por sí mismo: resultado de una separación violenta de su pasado de animal, resultado de un salto y una caída, por así decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas condiciones de existencia, resultado de una declaración de guerra contra los viejos instintos en los que hasta ese momento reposaban su fuerza, su placer y su fecundidad. Añadamos en seguida que, por otro lado, con el hecho de un alma animal que se volvía contra sí misma, que tomaba partido contra sí misma, había aparecido en la tierra algo tan nuevo, profundo, inaudito, enigmático, contradictorio y lleno de futuro, que con ello el aspecto de la tierra se modificó de manera esencial. De hecho hubo necesidad de espectadores divinos para apreciar en lo justo el espectáculo que entonces se inició y cuyo final es aún completamente imprevisible, un espectáculo demasiado delicado, demasiado maravilloso, demasiado paradójico como para que pudiera representarse en cualquier ridículo astro sin que, cosa absurda, nadie lo presenciase. Desde entonces el hombre cuenta entre las más inesperadas y apasionantes jugadas de suerte que juega el «gran Niño»" de Heráclito, llámese Zeus o Azar -despierta un interés, una tensión, una esperanza, casi una certeza, como si con él se anunciase algo, se preparase algo, como si el hombre no fuera una meta, sino sólo un camino, un episodio intermedio, un puente, una gran promesa...”
Y así comienza el camino hacia el superhombre.
Muchos saludos.
En la “Genealogía de la moral”, Nietzsche se remonta a la etapa más larga de la vida del homo sapiens, a saber la prehistoria del hombre, para explicar cómo fue que un ser más animal que humano comenzó a suprimir radicalmente sus instintos en beneficio de la convivencia social, derivando esto en lo que hoy llamamos como “conciencia”. El filósofo afirma que nuestro orgullo actual al exhibir un uso de la razón muy superior al del cualquier otro animal no ha sido asequible a un costo bajo. Todo lo contrario: miles de años de extrema crueldad tuvieron que acompañar a la metamorfosis mental necesaria para que la imaginación, el planificar, el calcular, el predecir, el establecer causalidades, surgiera en nuestros procesos psíquicos. Mucha sangre pues, tuvo que fluir para que el hombre fuera, según las palabras de Nietzsche, el animal al cual le es lícito hacer promesas.
¿Y cómo es un animal al cual le es lícito hacer promesas? Es uno que, justamente, posee la capacidad de cumplirlas, que posee responsabilidad. Eso exige, desde la perspectiva nietzscheana, una lucha y una victoria sobre la capacidad de olvido, capacidad característica de todos los animales sanos. El hombre, empero, es el animal enfermo, que ha desviado su naturaleza para terminar siendo serio, para reír, para soportar inconmensurablemente el sufrimiento e incluso para buscarlo. La memoria es la antagonista de esa fuerza innata y saludable para olvidar, y resulta vencedora sobre ésta al ser necesaria para el respeto y sometimiento exigido para vivir en aquellas primeras comunidades humanas.
Duro, muy duro, era el castigo en esas primeras congregaciones primitivas. La rigurosidad de la pena, tal como lo muestra la historia, es inversamente proporcional al tamaño de la sociedad en la cual se aplica; de tal manera que si una comunidad de hombres es muy numerosa, flexible es el castigo al romper los mandatos hacia ella. Por el contrario, y justo como ocurría al principio de la historia de la humanidad, ante comunidades pequeñas, extremo era considerado el agravio (por cuanto ponía en peligro a la comunidad entera) y severo entonces era el castigo impuesto.
Para un ser más animal que hombre, lleno de vigor, de voluptuosidad juvenil, de fuerza, de afán de dominio, de voluntad de poder, sin más memoria que la necesaria y saludable, sin mayor inteligencia, la supresión relativamente brusca de sus sentidos para poder obtener el beneficio de la comunidad derivó en un sufrimiento nunca antes visto. Este sufrimiento era impartido, en primera instancia, por la coacción de la sociedad sobre esa fuerza interna de los individuos. El obedecer la ley y el vivir en paz requiere de memoria y castigo. Tal como lo dice el filósofo, la única forma de imprimir memoria en ese entendimiento del instante, característico del hombre primitivo, se regía bajo el siguiente principio: “para que algo permanezca en la memoria se lo graba a fuego. Solo lo que no cesa de doler permanece en la memoria.”
Esta inhibición producto del castigo severo, de la pena (proceso que se explica detenidamente en el libro señalado anteriormente) conduce en efecto a la retentiva de una nueva ética para el individuo. El alma es el desahogo interno de los instintos salvajes del hombre.Pero esta nueva forma de comportarse, brusca, necesaria pero difícil, contra-intuitiva, deriva en otra clase de sufrimiento más sutil y subterránea. También la más importante. En efecto, la conciencia (gracias al adquirir paulatino de la memoria) comienza a germinar, pero no una sana conciencia, sino que, consecuencia de la represión instintiva, y del lógico fluir de los instintos y su fuerza hacia dentro del individuo en vez de hacia afuera; esta conciencia es una “mala conciencia”. Su resultado es el “alma” misma. En palabras de Nietzsche:
“En este punto no es posible esquivar ya el dar una primera expresión provisional a mi hipótesis propia sobre el origen de la «mala conciencia»: tal hipótesis no es fácil hacerla oír, y desea ser largo tiempo meditada, custodiada, consultada con la almohada. Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las experimentadas por él, de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz. Lo mismo que tuvo que ocurrirles a los animales marinos cuando se vieron forzados, o bien a convertirse en animales terrestres, o bien a perecer, eso mismo les ocurrió a estos semi-animales felizmente adaptados a la selva, a la guerra, al vagabundaje, a la aventura, de un golpe todos sus instintos quedaron desvalorizados y «en suspenso». A partir de ahora debían caminar sobre los pies y «llevarse a cuestas a sí mismos», cuando hasta ese momento habían sido llevados por el agua: una espantosa pesadez gravitaba sobre ellos. Se sentían ineptos para las funciones más simples, no tenían ya, para este nuevo mundo desconocido, sus viejos guías, los instintos reguladores e inconscientemente infalibles, ¡estaban reducidos, estos infelices, a pensar, a razonar, a calcular, a combinar causas y efectos, a su «conciencia», a su órgano más miserable y más expuesto a equivocarse!
Yo creo que no ha habido nunca en la tierra tal sentimiento de miseria, tal plúmbeo malestar, ¡y, además, aquellos viejos instintos no habían dejado, de golpe, de reclamar sus exigencias! Sólo que resultaba difícil, y pocas veces posible, darles satisfacción: en lo principal, hubo que buscar apaciguamientos nuevos y, por así decirlo, subterráneos. Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia dentro –esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina su «alma».
Todo el mundo interior, originariamente delgado, como encerrado entre dos pieles, fue separándose y creciendo, fue adquiriendo profundidad, anchura, altura, en la medida en que el desahogo del hombre hacia fuera fue quedando inhibido. Aquellos terribles bastiones con que la organización estatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad (las penas sobre todo cuentan entre tales bastiones) hicieron que todos aquellos instintos del hombre salvaje, libre, vagabundo, diesen vuelta atrás, se volviesen contra el hombre mismo. La enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la destrucción, todo esto vuelto contra el poseedor de tales instintos: ése es el origen de la «mala conciencia». El hombre que, falto de enemigos y resistencias exteriores, encajonado en una opresora estrechez y regularidad de las costumbres, se desgarraba, se perseguía, se mordía, se roía, se sobresaltaba, se maltrataba impacientemente a sí mismo, este animal al que se quiere «domesticar» y que se golpea furioso contra los barrotes de su jaula, este ser al que le falta algo, devorado por la nostalgia del desierto, que tuvo que crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara de suplicios, una selva insegura y peligrosa, este loco, este prisionero añorante y desesperado fue el inventor de la «mala conciencia».
Pero con ella se había introducido la dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no se ha curado hasta hoy, el sufrimiento del hombre por el hombre, por sí mismo: resultado de una separación violenta de su pasado de animal, resultado de un salto y una caída, por así decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas condiciones de existencia, resultado de una declaración de guerra contra los viejos instintos en los que hasta ese momento reposaban su fuerza, su placer y su fecundidad. Añadamos en seguida que, por otro lado, con el hecho de un alma animal que se volvía contra sí misma, que tomaba partido contra sí misma, había aparecido en la tierra algo tan nuevo, profundo, inaudito, enigmático, contradictorio y lleno de futuro, que con ello el aspecto de la tierra se modificó de manera esencial. De hecho hubo necesidad de espectadores divinos para apreciar en lo justo el espectáculo que entonces se inició y cuyo final es aún completamente imprevisible, un espectáculo demasiado delicado, demasiado maravilloso, demasiado paradójico como para que pudiera representarse en cualquier ridículo astro sin que, cosa absurda, nadie lo presenciase. Desde entonces el hombre cuenta entre las más inesperadas y apasionantes jugadas de suerte que juega el «gran Niño»" de Heráclito, llámese Zeus o Azar -despierta un interés, una tensión, una esperanza, casi una certeza, como si con él se anunciase algo, se preparase algo, como si el hombre no fuera una meta, sino sólo un camino, un episodio intermedio, un puente, una gran promesa...”
Y así comienza el camino hacia el superhombre.
Muchos saludos.
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Enhorabuena por tu blog, me gusta.
ResponderEliminarMuchas gracias Lola. Bienvenida.
ResponderEliminarSólo esto he leído y ya siento que será uno de mis blogs preferidos... Muy buenas las publicaciones, felicidades.
ResponderEliminarTantas palabras ..y sin embargo soy admirador de F. Nietszche, Fiedrich solo da rodeos, no define el alma, que es, donde esta, que forma tiene, para que sirve..humano demasiado humano
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