domingo, 25 de noviembre de 2012

VENEZUELA YA FUE



Vuelo raso y veloz sobre el pavimento de la historia. De ideales importados, fraguando independencias importadas, con constituciones importadas, surge ese caldo de cultivo humano, constantemente definiendo su venezolanidad en la mezcla genética; en los choques transcontinentales y accidentados de comunidades también importadas. Así las cosas, cuando esa masa informe comenzaba a cuajar y paría, por ejemplo, a Ramos Sucre, a Uslar Pietri, a Convit, a Ottolina o a Fernández-Morán, ocurrió que una democracia importada sirvió de preámbulo a la ulterior globalización: madre de las importaciones.

El venezolano siempre ha sido un sujeto en vías de, un gentilicio en transición, una maduración ciudadana. No tiene identidad, porque ella –a despecho de los que piensan que la misma subyace en paisajes, en el béisbol, en las mujeres bellas y en lo risueño- no existe, todavía está indeterminada. Con un bicentenario como país a cuestas, el venezolano no ha tenido reposo para autenticarse ante el mundo. Y es que ha sido un tiempo histórico muy corto. Mucho le cuesta clavar la estrellada bandera tricolor en el suelo de la identidad nacional, porque cuando apenas hace el ademán, sucede que su talante sempiternamente esnobista le invita a apropiarse entonces de lo que considera vanguardias sociales en otras latitudes.

En este asunto, se ve que esta idiosincrasia es un gerundio, un río de Heráclito, un “ando”, un “yendo”; que implica la absorción continua de culturas que le son ajenas y que le parecen mejores o más agradables, regionalizándolas, sin que eso conlleve, por un lado, a saciar la sed por seguir copiando extranjerismos, y por otro, sin que implique un espacio para el surgimiento de una cultura estrictamente propia.

Con esta cocción cultural de ingredientes externos en constante revolver, nunca ha terminado de fermentar el enseñoramiento de ser venezolano. Ser venezolano es un gerundio. No obstante, en los tiempos de hoy, en donde irónicamente se importa hasta los rubros que esta tierra ofrece, éste recipiente criollo de múltiples sincretismos por fin parece haberse estancado. La Venezuela de los últimos treinta años luce redundante en cada esquina, en la televisión, en la música urbana, y en ocasiones, hasta en la jerga y vestimenta de su gente. Por fin ha llegado un momento de cuaje, pero vale decir, lastimosamente oriundo de la mala praxis político-económica nacional, de la sobreabundancia de los esquemas oclocráticos implementados en la última década, de la institucionalización de los gregarios y del exilio de los que aún pudieron haber rescatado la esencia venezolana de la mitad del siglo XX: ésta, la Venezuela que bien pudo haber valido la pena.

Ya, mientras estas palabras son asimiladas por algún lector, se está condensando finalmente la identidad nacional. Ese ciudadano venezolano de los últimos lustros, cognitivamente infantil, despreocupado, inconscientemente hostil, dicharachero, dadaísta y de farfulleos, ya rondaba en los pueblos y ciudades, y finalmente se ha institucionalizado en un gobierno y en un metapartido. Pero ese venezolano no es, ni por asomo, el que la gente quisiera recordar, el de la nación a blanco y negro que era ejemplo del hemisferio y epicentro de inmigraciones. No. Este venezolano es la última y más firme novedad sincrética, es una cultura naciente y espontánea que marca el fin a lo que hemos conocido aproximadamente como venezolanidad. Todo apunta, pues, a que Venezuela ya fue.






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domingo, 18 de noviembre de 2012

"LIUBLIANA" - EDUARDO SÁNCHEZ RUGELES. Comentarios


Cuando se tiene entre manos el texto de “Liubliana”, nadie toma la precaución de avisar que si no se es oriundo de Caracas –o si por lo menos no se domina la jerga caraqueña- la novela no podrá ser disfrutada a plenitud. Me salta entonces la primera inquietud, una de tantas cuestiones que ya sospechaba cuando me habían recomendado el libro: ¿cuál habrá sido la intención de Sánchez Rugeles al rodear con un círculo de sal a su obra? La cadencia urbana caraqueña no se hace esperar apenas se comienza el primer capítulo, e inevitablemente se cae en cuenta de que el protagonista de la historia bien pudiera ser una confesión solapada del autor. Y es que, como dice Mario Vargas Llosa, “toda novela es un testimonio cifrado”.

Y comienza la prosa adolescente, bien estructurada, pero de riqueza púber. Al principio se pudiera pensar que la narración subjetiva de Gabriel Guerrero interviene en la arquitectura de la forma, pues es apenas un muchacho del Inírida quien se aventura a darnos los preludios de la historia de amor decadente que está por venir. No obstante, la jovialidad expresiva, punzante, despreocupada e inocua se mantiene durante toda la novela, describiendo con cierto dejo de presuntuosa solemnidad cómo es que la gélida invitación de Facebook nos permite enlazarnos en los tiempos modernos, o cómo es que una fotografía de la misma red social se va cargando a medida que el internet nos concede su banda. No hacía falta, a mi parecer, intervenciones tan engominadas para describir cotidianidades tan insípidas.

Más aún, no ya la forma, sino algunos recursos de fondo debilitan el puente entre lector y lectura, creando cierta desazón en la complicidad y refugio lúdico que aquel busca encontrar en las palabras de Sánchez Rugeles. Haciendo esfuerzos por tomar en serio la historia, cuando al fin se nos hace cómplices y partícipes del ambiente distópico en el cual se desarrollan los eventos, nos encontramos, de repente, con viejas atropelladas, con borrachos que vomitan justo después de pregonar el “feliz año”, con hombres disfrazados de Winnie Pooh, con Chávez intercalado en pleno acto sexual, con un enano asiático que juega “Duck Hunt”, con metáforas rococó en donde las nubes son asemejadas a cúmulos de plastilina gris (la plastilina, cabe decir, es un recurso frecuente en la prosa), y con algunos “casi me da un ACV” cuando se intenta denotar una gran impresión. En suma, saltan descaradamente a la vista algunos lugares comunes expresivos, quizás con ínfulas humorísticas, que desconciertan al lector que gusta de la hermenéutica y del escudriñar las intenciones detrás de las palabras. “¿Está el escritor, éste muchacho, ‘echándome un cuento’ de manera informal, o es Sánchez Rugeles un escritor desenfadado, sencillo y transgresor, que desprecia las formalidades y que persigue la naturalidad realística en sus discursos?” –me preguntaba constantemente.

Pero sí hay madurez en el libro. Aunque pareciera avizorarse, no señalo como ejemplo el primer encuentro sexual entre Gabriel y Carla, concilio lascivo descrito en lenguaje voluptuosamente victoriano, altamente contrastante con la jerga promedio de la historia. No. El alto contraste del lenguaje empleado en la escena, quizás excesivo, hace más que evidente lo sublime que era para Gabriel Guerrero tomar a su amada, pero hace patente también una forzosa intención del autor para lograr este efecto. De nuevo, volvemos a lo que no ha cuajado, a lo literariamente juvenil. La madurez, la madurez real viene encapsulada en Fedor, en el indio Alirio, y en la anciana profesora Irene.

Me permitiré citar a Rugeles, a través del indio Alirio, acerca de ciertas consideraciones latinoamericanas que bien valen la pena compartir:

“¿Tú sabes cuál es el problema de América, Guerrero? El complejo. Somos unos acomplejados. Eso es todo. No es España ni los Estados Unidos quienes nos señalan y nos dicen: ustedes son mestizos y son brutos o ustedes son indios y son brutos. ¡No! Somos nosotros los que no nos tenemos fe, los que luchamos contra nosotros mismos. Los que no soportamos que uno solo de los nuestros tenga una opinión diferente, mucho menos éxito. No hay nada más intolerante contra un latinoamericano que otro latinoamericano.

Mira bien esta sala, Guerrero, he estado muchas veces en lugares así. Allá está el sociólogo chileno, más acá la antropóloga argentina, el educador mexicano, el documentalista brasilero, el periodista tico, el escritor colombiano. ¡Dígame estos! Los colombianos creen que la expresión agua tibia es una metáfora inventada por García Márquez. Le conozco los discursitos a todos, siempre dicen lo mismo. Esta gente sigue llorando porque Francisco Pizarro mató al sinvergüenza de Atahualpa. ¿tú ves a los japoneses llorando por Hiroshima y Nagasaki? Lamentablemente, en América Latina los políticos y académicos han hecho de la quejadera un paradigma. Esta gente sigue pensando que los responsables de los problemas contemporáneos, la pobreza extrema, la exclusión y la miseria son Hernán Cortés y Cristóbal Colón. Así lo enseñan en las escuelas; tras doscientos años de vida independiente a nadie se le ocurre asumir la responsabilidad.

Muchas veces, después de escuchar estas ridículas ponencias, me pregunto: ¿qué carajo tengo que ver yo con esta gente? ¿en qué me parezco a este argentino pedante, a este venezolano bruto, a este hondureño necio, a este colombiano prepotente? ¿Y sabes qué es lo peor, Guerrero? Que siempre encuentro algo en común y ese algo es, justamente, el complejo,la convicción de nulidad, la debilidad como principio, el saberte limitado por tu condición de vencido, el saber que, a menos que prive un criterio de eso que llaman discriminación positiva, perdimos el partido. Ya lo verás, seguramente lo harán el último día. Como cierre a estas jornadas de autobombo y lástima les encanta ofrecer definiciones de América. Ahí saltan de primeritos, emocionados, los sociólogos; son aficinados a la invención de lenguaje: ‘América latina es la periferia desterritorializada, la conciencia híbrida de un mestizaje y la naturalización del concepto de arraigo’. Luego saltan los poetas; este grupo es de lo peorcito, los tipos no se han enterado de que Pablo Neruda murió y, montados en esas tarimas, inventan cantos generales de inocencia, de culpas ajenas: ‘nosotros los latinos no partimos ni un plato, somos buenos, nos han jodido siempre, tico tico solorico’.

Y entre otros, los periodistas. Lo de los periodistas es una vergüenza, se sienten portadores de la verdad, todos se creen Kapuscinski, se la saben todas más una y les encanta explicarle a la gente cómo se ha de vivir. Yo, Guerrero, con humildad y modestia, sin afán de polémica, tengo una opinión muy personal sobre lo que significa ser latinoamericano. Puedo decírtela sin terminologías extrañas, sonetos forzados o recetas de vida. Es algo muy sencillo: ser latinoamericano es, simplemente, saber que en cualquier momento te pueden joder”.

Muy bueno.

En Rugeles hay mucho de denuncia, una necesidad, por un lado, de complacer su paladar artístico por lo decadente, oscuro, cruel, espeso;"La memoria, convertida en verbo, se conjuga en presente". -Sánchez Rugeles. y por otro lado, por hacer notar lo crudo de la realidad, insistir en desenmascarar, en apropiarse de inocencias, en hablar claro y sin omitir esputos. Esto también acusa a su juventud (a cierta rebeldía infante), pero también vislumbra su sentido crítico, la fermentación de sus ideas propias. Este escritor no quiere ser más un ingenuo, aunque, irónicamente, ocurre a una inconsciente ingenuidad al intentar zafarse de ello. Entre líneas, se puede notar cómo se acusa a la academia, a la doctrina agustiniana, a la clase media caraqueña, a los literatos innecesariamente enrevesados, a los filántropos de catálogo, al gobierno chavista, a las lesbianas neuróticas, a los ciudadanos venezolanos, a los latinos, a los libros y escritores de autoayuda. Incluso, a sí mismo. ¿O es que Gabriel Guerrero no se parece a Eduardo Sánchez Rugeles?

Una oda a la fatiga es el sobre abundante uso de las líricas y de las canciones: musicalización, además, orquestada por los nada sorpresivos Alejandro Sanz, Sabina, Calamaro y demás intelectuales de la poesía, solfeo y melodía. Barajeando esto sobre el mantel, aunado a la escritura desenfadada, “Liubliana” se convierte, pues, en una canción de Estopa, en un guión de un “Jesucristo Superstar”, en una telenovela. Pero es que, además, nos encontramos con que el libro cuenta con un “soundtrack”, en un afán de hacer de este relato una novela musicalizada. El proyecto, así visto, torna una inusitada originalidad, pero definitivamente, pues, se certifica que la novela no es capaz de ahincar por sí sola sus colmillos, ávidos de crudeza, en el espíritu sensible.

Con la tonalidad de un buen prospecto para montaje teatral, “Liubliana” puede aprovechar a sus bien trabajados personajes para tal fin. Todos los actores lucen congruentes, consecuentes, con historias que les calzan. Solo podría denotar cierta falta de sustento en los ataques esquizofrénicos de Gabriel, que de suyo avisa su locura, pero cuando la misma llega, llega de sopetón, y cuando se va, se va de sopetón también. Sin embargo, cuando Elena le advierte, en plena discusión conyugal y lacerante, que “le echará a los perros”, ¿hay un coqueteo con la esquizofrenia en ese momento? ¿Son perros irreales los de esta advertencia? Si es así, pues fue un detalle maravillosamente logrado. También, el indio Alirio desaparece de la trama sin más, sin disimular entonces su participación como denunciante, sin esconder la excusa de su creación como marioneta del sentido crítico, cuyo titiritero es el autor.

Mención especial le merece el funeral de la Nena. Que los “inservibles” del Inírida hayan sido los que cargan el ataúd de la madre (sin dejar de notar el pantalón grasiento del “mongopavo”), ha sido un magistral toque irónico imbuido por Sánchez Rugeles, al mismo tiempo de una clara denuncia a los prejuicios pendejos de la clase media urbana. Muy bien.

En “Lubliana”, la inmoralidad no convence. El “baño de oro” es desproporcionado para un personaje como Gabriel Guerrero, y el incesto de dilatada data no podía desatar pesares en un Alejandro y Carla tan tardíos. Del desarraigo, de la melancolía, del exilio… de todo esto, hemos quedado claros. Gabriel grita, cual Rilke, “la patria es la infancia”. No hay duda de ello. Por eso, con las manos femeninas tapándole los ojos, le es válido dejarse ir en el puente de los dragones; sin apego a Santa Mónica, sin apego real a Liubliana, sino con dogmática adherencia a un sentimental “¡ganamos!”, coreado por una cofradía de manganzones felices e inocentes.

Pero, ¿qué va a saber un ingeniero de estas cosas?






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