domingo, 17 de marzo de 2013

LA LECCIÓN DE HUGO - Parte I



Hugo falleció. Así, Hugo a secas, porque así como ha quedado patente desde que el hombre tiene conciencia de la muerte, el planeta sigue girando indiferente ante nuestro último expiro; indiferente incluso ante las alabanzas que nos pudieran tender los demás hombres en vida y muerte. Entonces, Hugo, el hombre, el verdadero ser tras toda la parafernalia que lo ha encumbrado, ya no está con nosotros.

   La trascendencia es una quimera. Se dirá que la inmortalidad se materializa en nuestro legado, pero ¿qué es un legado propio sin lo propio? El legado, como extensión de nuestro ego, se sustenta solo cuando hay un ego que lo atesora, que lo vive. Nadie es capaz de sobrevivir al legado que deja tras su muerte. Nadie es capaz de ver cómo se desarrollan las obras que le deja al mundo después de morir. El anhelo de trascendencia (en el sentido moderno de lo que significa «trascendente») muere con la conciencia del Yo, con nuestro último aliento.

   No obstante, es innegable el efecto que nuestra vida ejerce sobre la vida de otros. Hugo, de manera determinante, influyó en cada uno de los venezolanos –así lo pretendía y lo logró- y ahora que ya no está, sus actos seguirán influenciando el devenir nacional en lo que se sigue de las próximas generaciones. Visto así, bien valdría analizar cuál es el aprendizaje rescatable de estos últimos catorce años de la historia venezolana. ¿Cuál es la lección que nos ha dejado Hugo, un simple hombre?

¿Quién es el venezolano?

   En casi doscientos años de historia, quizás éste haya sido el enigma más difícil de contestar, y el más superficialmente tratado. Aún se le apunta, como para salir del paso, con el típico balbuceo de «la mezcla de blancos, negros e indios», que nos deja simplemente como los hijos bastardos de un choque cultural sin precedentes. Y por ahora, está bien. No importa definirlo por los momentos, pues el venezolano, aunque no sepa en rigor quién es, sabe cómo es. 

   Como ocurre con la pregunta ontológica del ser –en la que no se puede saber qué es el ser pero sí quién es-, el venezolano deambula por su historia con más o menos la certeza de lo que significa pertenecer a su gentilicio. Él se disfruta y se reconoce alegre, parte de un entorno rico en paisajes diversos, heterogéneo, emocional, despreocupado de los rigores climáticos, y siempre atento a las oportunidades. Se le puede modelar perfectamente en un niño; incluso se habla de cierto retraso cognitivo que, como ciudadano, pudiera padecer en el ejercicio de asimilar la realidad. 

   En este contexto, cual infante que no tiene clara su personalidad en vista de sus atropellados y recientes orígenes (históricamente hablando), el venezolano no sabe a dónde ir como conjunto. En el proceso, quizás esperando a que su mezcla heterogénea vaya cuajando a la par del tiempo, ha asimilado de forma acentuadamente sincrética lo que la vanguardia de otros países ha expuesto al mundo, importando entonces un «deber ser» económico, político y social. Así las cosas, bajo esta asimilación artificial de las maneras ciudadanas extranjeras, es entendible que, a la ya diversa genética y geografía venezolana, se le sume, además, la mezcla rica e incompatible de prácticas económicas, políticas y sociales de otras naciones ya orgánicamente consolidadas.

   Hugo, ante este pueblo venezolano de mirada extraviada y de anhelos paternalistas, fue un gran catalizador hacia lo endógeno; que quizás, no de la mejor manera, y con el sobreuso del mote «bolivariano» en cada aspecto de la vida, propició que la mirada perdida se volviera de repente sobre nosotros mismos.

   Desde luego, como sucede cuando los intentos se proyectan a los extremos, lo endógeno tocó el polo radical y chovinista del país. Pero sin duda fue (y es) de extrema solicitud que el venezolano se mirara a sí mismo, que intentará reconocerse en medio de la marejada de la globalización. Es necesario extraer un orgullo legítimo, no ya basado, por ejemplo, en las inocuas bellezas naturales, sino en nuestras propias obras impregnadas de estilo criollo. En este sondeo interno, el «quién es el venezolano», que antes del chavismo no solía inquietarnos lo suficiente, ahora no solo debe estremecernos sino dirigirnos a la inmediata inquietud de «hacia dónde debemos ir como venezolanos».

   Es así como la sincera necesidad de venezolanidad es una lección que se nos ha legado. Queda de parte de nosotros calibrar lo que tradicionalmente hemos considerado las virtudes de nuestro gentilicio. Negar o desdeñar, solo por mencionar, la creatividad y la resiliencia indudable del venezolano sería tan odiosamente esnobista como calcar y asimilar artificialmente las virtudes del alemán o del sueco. Es aconsejable salvar la ínfula acomplejada del chovinismo criollo y el anhelo, también acusador de carencias, de parecer un ciudadano de alguna otra nación «superior». En el mero medio existe la real posibilidad de ser sanamente venezolano, sin complejos ni grandezas: sin la autodestrucción que nos ha dejado como herencia el lamentable canon de «Tío Conejo», y sin el nocivo apetito de costumbres foráneas que, ilusamente, fungirían de refinamiento cultural.

¿Qué es el Chavismo?

   «Chávez es el pueblo» -es el eslogan que ha dejado de ser tal para luego convertirse una máxima digna de escrupuloso análisis. Porque, aunque la mimetización de los líderes políticos con el pueblo es un recurso populista harto conocido, en el caso de Hugo, hay que reconocerlo, fue mucho más sincero.

   Hugo fue el «venezolano perfecto», antes y después de llegar a la presidencia. Esto, en lo que concierne a su aproximación a las características observables en el gentilicio venezolano. Apologista de la improvisación, visceral, risueño, sin mayor apego a las maneras, orgulloso, cariñoso, imposible de pasar desapercibido ante ojos extranjeros, histriónico, autoritario, jovial. En una sola persona, en las circunstancias precisas, se reunió todo lo que instintivamente conocemos por venezolanidad.

   Lo que para algunos constituye una gran virtud que Hugo haya sido así, para otros despierta el sentimiento opuesto. Independientemente de ello, lo que es determinante es que la crítica del venezolano hacia el venezolano no ha sido (ni siquiera a estas alturas) una práctica popular, por lo que es sencillo deducir que son más numerosos los que han sentido empatía por la personalidad de Hugo que los que han rechazado su propia circunstancia al rechazarle a él.


   Es por ello que el chavismo, siendo Hugo la encarnación más aproximada de nuestra idiosincrasia, es una venezolanidad institucionalizada. Al contrario de lo que se suele pensar, el chavismo no es oriundo de una politiquería de trazos burdos y anodinos, sino más bien la consecuencia de un proceso cultural y paulatino de identificación nacional. Hugo, si bien es causa de muchos cambios, también fue la inevitable consecuencia del caldo de cultivo criollo. Cuando éste fue elegido presidente, en realidad fue la gente eligiéndose a sí misma. La realidad es que ya había chavistas antes de Chávez.

   Por todo esto, se podría decir que el chavismo es una proto-identidad nacional, es la venezolanidad en plena trasmutación, en cercanías de una conformación definitiva. El opositor promedio piensa que la pugna es partidista, cuando en realidad la lid se da en un estadio anterior: es una lucha ciudadana. Es tan ciudadana, que aún dentro de la oposición hay caracteres definitorios del chavismo. Y es que, a fin de cuentas, lo que sería objeto de oposición es la propia idiosincrasia.

[Puede conseguir el ensayo completo a través de este enlace: La Lección de Hugo]





what

1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo, pero hay un detalle con el cual discrepo, mi estimado cuervo.

    "Aún se le apunta, como para salir del paso, con el típico balbuceo de «la mezcla de blancos, negros e indios», que nos deja simplemente como los hijos bastardos de un choque cultural sin precedentes".

    El epicentro de lo que he entendido como venezolanidad, luego de extenuantes lecturas, está precisamente en esa mezcla. Aun a riesgo de parecer reduccionista, es en esa mezcla no asumida donde comienza el derrumbe de la identidad. No en balde siempre fue una constante del discurso chavista resaltar los componentes raciales-culturales como expresión de la identidad nacional. Creo que Chávez supo entender eso muy bien, tanto que puso en los billetes de la moneda la contraparte de nuestra identidad, negra e india, porque intuyó seguramente que la gente no logró encontrarse nunca en la iconografía republicana, blanca-ibéroamericana en su mayoría. La no-asunción del mestizaje es un síntoma de la identidad. No nos encontramos en esa mezcla porque nos lleva a un pasado que choca con nuestros referentes actuales. ¿Cómo hallarse en la negritud si no existen referentes psicosociales acordes con mis expectativas? De allí a que Negro Primero esté en un billete, por ejemplo, o la Misión Negra Hipólita...

    Nuestra historia, desde que fuimos una Capitanía General, estuvo marcada por los embrollos que trajo consigo el mestizaje: toda clase de estigmas, prejuicios y actitudes contra la expresión fenotípica del colectivo todavía tiene resonancias. No ha faltado quien diga que Chávez se parece al venezolano, pero externamente, en la piel.

    Un abrazo, hermano.

    ResponderEliminar

Dejad vuestro comentario libremente:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...