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“Ser o no ser”, valiéndome de clichés, constituye de hecho una gigantesca duda para cualquier escéptico. Y la respuesta no puede ser más que estadística: para saber si uno es o no, haría falta vivir millones de vidas más, en realidades diferentes, en fantasías diferentes. Así, comparativamente es que podríamos dilucidarlo. Y aún bajo ese método, sólo sería una cuestión comparativa, algo que depende, algo relativo al fin y al cabo. Lo mismo ocurriría con un hipotético sentido de la vida.
Por eso el escéptico, el más valiente de todos los existencialistas, debe caminar siempre sobre un pantano, con un horizonte lleno de espejismos. Se vive con una sed que no se puede saciar nunca, con un hambre que no se puede calmar. Se respira y no se siente el aire, se mira y da lo mismo qué mirar. Resulta indiferente hacer o no hacer, ser o no ser, vivir o no vivir. ¿Se existe para la familia, para los amigos, para la paz, para la patria, para dios, para uno? No. Ya nada tiene valor, pues cada concepto y cada atributo no es más que una convención.
Aún así se vive, pues a veces se tiene esperanza de que sea un estado mental pasajero, o de que alguien descubra una respuesta trascendental, o por simplemente disfrutar esta realidad que nos tocó vivir mientras todavía sea soportable. Tal existencialismo tan nauseabundamente Sartreano es propio de la contingencia, filosóficamente hablando. Esta es la maldición de todo existencialista: el estar muerto mucho antes de nuestra muerte.
Pero justo en ese proceso de naufragio puede surgir para algunos la posibilidad de disfrutar la deriva. Ya no se depende de costas de realidad absoluta para anclar y desarrollar una vida a partir de esos suelos, sino que se torna bastante válido, incluso imprescindible, la creación arbitraria de cualquier suelo, en cualquier momento que así lo requerimos. Ya no se vive en pro de un sentido, ni para la hermandad, ni para la amistad, ni para la paz, ni para una vida eterna. Se vive porque sí, porque se quiere, y se hace lo que produce placer. Tal cuestión se llama hedonismo. Es la ataraxia de Epicuro de Samos.
La gran vacuidad o el gran naufragio se torna así en un infinito lienzo blanco en donde podemos dibujar lo que queramos, cómo lo queramos y cuando lo queramos. Nuestra limitante de nuevo somos nosotros mismos, pero más por nuestras perspectivas ante la vida que por nuestras reducidas condiciones biológicas.
En vista de que nada tiene valor per se, podemos ser a voluntad dioses, niños con imaginación desbordante, creadores de valores nuevos. Casualmente Nietzsche estipula que la máxima evolución de todo individuo es ser un niño, y ello es su definición de superhombre.
Tal libertad produce vértigo, y asalta de forma natural una pregunta en nuestras mentes: “¿Cómo ser feliz en ese sistema hedonista si todo nace de ti mismo, si todo es tu propia mentira?”. La respuesta podría ser: ¿Quién dice que es mentira? ¿Y si lo fuera, qué mentira prefieres vivir? ¿Con la que naciste o con la creaste? Da lo mismo.
Un corolario de este asunto es que en efecto no muchas personas desarrollan estas inquietudes existencialistas. Esa clase de personas vive en un hedonismo desde el principio. Más que preguntarse por el origen del universo, se preguntan por los resultados del partido de fútbol. Más que tener insomnio toda una noche por dilucidar una cuestión ontológica, pernoctan con los ojos abiertos, intrigados por si la persona amada les corresponde o no. Y si tomamos un hedonista-existencialista y un hedonista nato, pareciera no haber mucha diferencia a grandes rasgos. Pero sí que la hay.
La ventaja, la suprema ventaja que tiene el hedonista-existencialista es que a diferencia de su contraparte superficial por naturaleza, goza de la virtud de haber descendido a las profundidades más abismales de la realidad que le rodea. Puede darse el gusto de ser su propio regente, de auto inventarse a cada segundo, de ser y no ser cuando le plazca, de dar pinceladas porque sí; todo ello sin estar atado moral, religiosa, política, biológica o mentalmente a algo. De todos los esclavos, el hedonista-existencialista es el más avanzado pues sólo se rinde ante su propia voluntad. Ni siquiera un dios está exento de ello.
Este, justamente, es el don.
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