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Al estar en este nuevo escalón existencial, mucho de lo que antes se creía real se confirma como una ilusión. La mente se concentra, por tanto, en todo lo que pareciera ser verdaderamente y sutilmente imperecedero, cíclico, o inmutable. La evolución pareciera ser entonces un sistema de espiral ascendente, en donde la vida se refina a sí misma indefinidamente, no en son de mejora, sino en son de adaptación, en una especie de esfuerzo natural para seguir viviendo, para seguir siendo. Y es que cada ser que vive, lo primero y único que quiere hacer, es ser. A partir de allí surge todo lo demás. Análogamente, todo lo que está muerto, “prefiere” seguir muerto.
Aún más, los conceptos de vida o muerte carecen de sentido en ese sistema de flujo constante, en donde todo pareciera transformarse a cada instante, creando y destruyendo. Se abstrae de ello una rueda cíclica, nunca igual, pero siempre en giro, en donde lo único constante a lo cual podemos aferrarnos es el cambio. Esto es el Tao en la cultura oriental.
Pero aún así persiste la disyuntiva. El ser humano, como ente biológico que ha evolucionado con la capacidad de aprendizaje, observa patrones a través de sus sentidos en búsqueda de una predicción de los fenómenos. Dichos patrones pueden incluso no ser tales. Y lo mismo que nos hace asociar el fuego con el dolor o el sol con la luz, es lo que nos hace concebir la idea la “causa y efecto”. La transformación perenne de todo lo que vive y muere es un concepto viciado de nuestra propia humanidad, de nuestra misma forma de capturar los sucesos. En pocas palabras, nuestros sentidos y predisposiciones mentales ensucian las verdades, y por ello la idea taoísta del flujo inmutable no es más que una proyección que nace de lo que ya hemos experimentado o imaginado. No puede nunca ser una verdad externa a nuestra humanidad. De hecho, ¿cómo puede algo serlo si toda realidad y fantasía parte de nosotros mismos?
Sin embargo no quiere decir ello que nuestros sentidos nos mienten. Simplemente son tan limitados y nuestra mente es tan claramente persistente en humanizar la vida, que sería irresponsable extraer verdades absolutas a partir de nosotros mismos. De nuevo la vacuidad, y en este caso tiene nombre y apellido: Escepticismo.
Ya Pirrón había concluido que debido a las limitaciones humanas, el hombre nunca podría hallar la verdad absoluta, y que lo máximo que podríamos hacer al respecto, es limitarnos a nuestro marco reducido y únicamente emitir opiniones acerca de los eventos. Y aún suponiendo que nos llegue algo desconocido o novedoso a nuestra realidad, algo que sea absoluto e imperecedero o correspondiente a esa verdad que tanto se anhela, ya Platón nos había advertido que no podríamos reconocerlo, en vista de que por nuevo no sabríamos qué es. Lo ensuciaríamos con humanidad y lo asociaríamos a algo que ya hemos experimentado.
Es así como entramos ante un nuevo giro del existencialismo. Ya la pregunta no es cuál es el sentido de la vida, sino qué hacer en vista de que nunca podremos saber el sentido de existir. O una mejor pregunta aún ¿Por qué la vida ha de tener un sentido? ¿Quién lo dice?
A partir de acá podemos establecer entonces dos hipótesis:
- O la vida tiene un sentido y no podemos llegar a él.
- O la vida no tiene sentido, pues es la necesidad de sentido es oriunda del humano y sus espiritualizaciones.
Sea una hipótesis o la otra, muy poco podremos hacer si nuestra existencia depende de los absolutismos. No los podemos hallar o no existen. En base a esto, emergen cuatro caminos por el cual el humano puede transcurrir el resto de sus días:
- El escepticismo
- Un teísmo autocondicionado
- El hedonismo.
- El suicidio.
El suicido resulta una salida radical de este problema. Llegar a este punto bajo una perspectiva existencialista no constituye mayor inconveniente, pues el entorno moral que lo vuelve un tabú no existe. Podría recomendarse evaluar esta opción de último luego de haber tomado los otros caminos; sin embargo es menester reconocer que siendo objetivos, y sobretodo, siendo existencialistas, esta opción es tan válida como las otras, y no tiene mayor o menor jerarquía. Así que en vano puede decirse que es un pecado, que es una ilegalidad o que es una abominación antinatural. De hecho, algunos autores expresan que el suicidio es el verdadero y único acto de libertad que un ser podría hacer. Es lo único que verdaderamente puedes elegir.
No obstante, por cuestiones de funcionalidad y a sabiendas que es de inteligentes rectificar, puede dejarse esta opción de último. No por miedo ni porque posea mayor importancia, sino porque después de haberla tomado ya no hay vuelta atrás. En estas altas esferas de la filosofía el error se torna algo muy común.
El teísmo autocondicionado es la opción más cobarde, valga la moralidad. Es frecuente en personas de profundidad que no soportan vagar por la vida sin ningún propósito en específico, más sin embargo no son capaces de autodestruirse. Todo relativismo les parece inconveniente e indigerible, y la presión social los termina engullendo. San Agustín fue un ejemplo de esto.
Cuando una persona retoma el sendero religioso como rechazo de la imponente vacuidad que le rodea, no dista mucho de lo que en psicología se denomina “desrealización”. La realidad se hace tan insoportable que resulta mucho mejor refugiarse en una más complaciente, más prometedora o menos perturbadora. Las doctrinas religiosas constituyen por excelencia los caminos de refugio de los que no soportan la luz de la razón. Lógicamente, la promesa de una vida eterna es un aliciente bastante apetitoso para los amantes de lo absoluto. ¿Y es que cuál religión existiría sin esta promesa?
Pero el hedonismo y el escepticismo son una cuestión muy distinta.
(Sigue en la tercera parte).
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