domingo, 22 de abril de 2012

PENSAD COMO POLÍTICO Y ENTENDERÉIS


 Tal parece que desde que los pueblos han tenido la oportunidad de elegir a sus dirigentes, la figura del político se ha venido trastocando en la forma de un orador de turno, afanoso por el poder y entusiasta de las parafernalias. Esto, incluso hasta llegar a deformar el concepto mismo de la política; y en vista de ello, no es despreciable ese creciente número de personas que, víctimas de la impronta reduccionista que define el semblante de los tiempos actuales, asocian todo lo referente a la política, rápida y tajantemente, con la peor inmundicia del ser humano. Y en ocasiones, hay que decirlo, no les faltan razones. 


 Pero cabría preguntarse, ya que es el ciudadano el que elige a su gobernante, quién es el verdadero responsable de las inconvenientes consecuencias de los gobiernos nefastos. No obstante, acusar enteramente al ciudadano de los desmanes ocasionados al otorgar, de buena fe, un cheque en blanco a una persona que promete ser un digno representante del pueblo, no es del todo justo. A fin de cuentas, para la persona promedio siempre será difícil prever si las promesas políticas por fin caerán del abstracto mundo de las ideas a la palpable realidad.


 A todas estas, quizás sea oportuno introducir una tercera variable en este problema de dilatada data. En el caso ideal en el que el ciudadano elija a su representante bajo las mejores premisas posibles, y que a la vez este representante sea congruente en acciones con lo que se espera de él, ¿existiría la posibilidad de que el gobierno de este hombre aún fuese desfavorable? La respuesta, aún en esta idealidad, es afirmativa. 


 Lo que falla, aún en condiciones ideales, es el sistema democrático en sí mismo. Ya en ensayos previos, como el "Fundamentalismo Democrático", se han expuesto cuáles son las razones más limitantes para que el sistema democrático sea susceptible de perfección, pero rescatando la más importante se recuerda que es la apología fundamentalista a la falacia del argumentum ad populum. En pocas palabras, la democracia se sostiene bajo la errónea premisa de que las mayorías siempre tienen la razón. 


 Lo que sucede con esto es que, por un lado, se deja la decisión en las mayorías que, por naturaleza simple, siempre han de ser espontáneamente gregarias e inacabadas; y por otro lado, el político, aún estuviendo preñado de buenas intenciones, se convierte en mercader de popularidades, pues intenta convencer de sus promesas o de su gestión a la mayor cantidad de personas posibles, centrando toda su atención a ello. En el sistema democrático actual, solo esto es lo que lo legitima como representante del pueblo. 


 Alejándose ya de las idealidades expuestas y remitiéndonos a la realidad, toca evaluar el caso en donde la población adolece de educación y en donde el político persigue algo mucho más que la satisfacción de sus coterráneos. En la praxis, contrario a lo que Platón ya había manifestado claramente en "La República" respecto al carácter de lo que debería ser un político, se observa cómo los que aspiran a ser representantes de todos, aún buscando la prosperidad de los suyos, embargan deseos de trascendencia, prestigio, poder y comodidad, tanto para ellos como para los suyos. Esto, que no tiene porqué ser peyorativo en sí mismo, hace, sin embargo, que el conseguir el cargo político y mantenerse en él sea el apetito principal del aspirante. En el proceso suele olvidarse que ejercer política es un servicio público y no la adquisición de un escalafón de superioridad. 


 En el mismo orden de ideas, cuando la masa votante es inculta o adolece de la educación suficiente, es exageradamente susceptible a los sofismas, a las soluciones inmediatas, a la inconsciencia histórica, a la poca memoria y a la emocionalidad del momento. 


 En este sentido y con este panorama (un sistema que favorece la cantidad y no la calidad del votante y unos votantes anodinamente educados), ¿qué posición debe tomar el político para llegar al cargo que anhela? Evidentemente, debe procurar a toda cosa la popularidad, la simpatía de la mayoría. 


 El discurso político se torna entonces para tales fines en el que ya conocemos: un discurso vacío, resonante, de ideas poco trabajadas y simples. El político debe mentir de forma inevitable. Una retórica emocional, llena de sofismas, que apunta siempre a las conciencias más básicas de la masa votante. El lenguaje será predominantemente sencillo, e incluso el político mismo intentará mimetizarse con el más humilde o representativo de la masa. Esta es la clase de discurso, y no otro, que funciona adecuadamente para los estratos poco cultivados y de limitados recursos económicos. Una referencia obligada de esta clase de lenguajes nos las da el mismísimo Goebbels de la Alemania Nazi. 


 Vale destacar que los medios de comunicación, estén o no a favor de este político, deben manejar un criterio editorial que sea complaciente con su público, de tal manera que perviva sobre todas las cosas la existencia del negocio del medio comunicacional como tal. Por este motivo, y por las mismas razones que el político, no toda la información debe ser conocida con todos. Huelga decir, también, que existe un criterio ético muy razonable en esta filtración informativa, pero no suele ser el principal factor. 


 Todo lo anterior conduce a la conclusión de que el político, necesariamente, inevitablemente, debe mentir. Como corolario inmediato, pues, se observa que la verdadera política es la que opera subrepticiamente, entre las personas selectas y directamente involucradas, e independientemente de la matriz informativa. El pueblo, la masa, el votante, nunca sabrá qué es lo que sucede a ciencia cierta. No puede y (no debe) saberlo en este sistema. 


 Cuando el político alcanza el cargo que desea, está obligado a mantener la misma estrategia de apología a la popularidad el mayor tiempo posible. Esto significa que cada aparición mediática, que cada discurso y cada acto de este representante no busca la satisfacción de los suyos como esencia, sino que busca mantener la legitimidad suya en el sistema. Busca votos, votos a través de actos que en el mejor de los casos redundan en el efecto colateral (más no principal) del beneficio de los ciudadanos. 


 Sería legítimo preguntarse: ¿y no es la mejor solución a la popularidad y a la anuencia de la masa que el político haga correctamente lo tiene que hacer? ¿Un buen gobierno no es garantía de un pueblo feliz que recompensará debidamente al político? En primera instancia, pareciera que así lo dicta la lógica. No obstante, es de lo más frecuente conseguirse con que el camino correcto en la guía y cuidado del Estado es impopular. 


 Si el político opta por lo correcto, en algún momento deberá tomar decisiones que no complacerán a la mayoría de los votantes, al mismo tiempo de tener el problema de las soluciones a mediano y a largo plazo, las cuales pueden requerir mucho más allá del período del cargo. Soluciones dilatadas beneficiarán la estampa de la magistratura de los políticos futuros, y decisiones impopulares aumentarán el descontento en la gente, lo que repercutirá en la reducción de esa sacrosanta mayoría. Lastimosamente, toda legitimidad en el sistema democrático se excusa en la libre determinación de los pueblos, independientemente de cuál sea esa determinación. Al político le toca complacer al circo, si pretende asirse bien en el cargo que ostenta. 


 Confluyendo las ideas, se tiene que la responsabilidad política de cada gobierno es una carga compartida entre ciudadano, sistema político y gobernante. Con el fundamentalismo democrático actual, mucho faltará aún para que los votos tengan “calidad” y no solo se les mire en cantidad, mientras mutemos a un nuevo sistema mejorado de representatividad. Quedan por mejorar los actores restantes: el ciudadano y el gobernante. 


 Como se ha dicho hasta la saciedad que la educación de calidad en los ciudadanos es el mejor vehículo hacia una mejor dirección del Estado, no valdrá la pena remarcarlo nuevamente en estas líneas. Pero además de ello, será asertivo saber elegir a nuestros gobernantes. 


 Los heraldos de la educación y el sentido común concluirán que en el perfil de un buen candidato (y por ende de un buen gobernante) comulgan una serie de características vitales, cuyo análisis se invita a discretizar como sigue: 


 • Una historia de vida afín a la dirección que desean tomar los ciudadanos. Sobre todo, la educación del gobernante debe ser conveniente para la dirección del cargo al que se postula. Hay que recordar que el político elegido será el ícono del pueblo que lo eligió. 
• Su prontuario laboral en los asuntos públicos. Es de especial interés el número de logros conseguidos, ponderados con tiempo y recursos utilizados. 
• Mientras menos familiares y allegados directos hayan conseguido cargos de poder a través del político, mejor. 
• Evaluar las ideas y argumentos del político, no desde la emocionalidad, sino desde la mayor objetividad posible. Si se puede, con data estadística y cuantitativa como respaldo. 
• Verificar su sensatez, amabilidad y educación con sus adversarios, así como su despreocupación ante las invitaciones a debate. 


 La vida bien pudiera manejarse con reduccionismos, pero al manejarla así, sin la paleta de colores necesaria para describirla y hacerle frente de forma correcta, poco se puede esperar de los resultados. En política, embadurnar al político de toda nuestras miserias es susceptible de esta misma carencia de sutilezas. Piénselo con detenimiento si opina que toda la responsabilidad es del gobernante de turno. 


 Saludos.





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1 comentario:

  1. Excelente artículo Salvador. De los mejores que he leído por acá. Quisiera darte mi opinión con respecto a una experiencia personal en política: pertenecí a un partido político hace ya algunos años y me retiré de él decepcionada. Todo lo que describes aquí se daba de una forma tan grotesca y en muchos casos tan evidente que me producía asco. Lo más triste es que no todos los que hacen política son así, hay quienes tienen verdaderas convicciones e ideas innovadoras para el bienestar de los ciudadanos, pero son totalmente opacados por los que desean obtener votos "como sea". Por lo tanto, prevalece lo que bien comentas: la cantidad sobre la calidad. Puede más la politiquería barata que la política de altura. Lamentablemente, la política venezolana se ha convertido, en los últimos años, en una gran máquina manipuladora de masas. Sin embargo, es muy cierto lo que dices, cada parte debe asumir su cuota de responsabilidad. Compartiré tu artículo en las redes. Un abrazo! K.-

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