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n un mundo paradójico, en donde el siglo XXI pareciera casi ser el eufemismo de la tecnología y el conocimiento, pero que al mismo tiempo está dominado por los más primitivos misticismos, son pocas las personas que osan separarse del estándar social de lo que es bueno y malo para reinventar la rueda de lo ético.
No constituye una exageración de mi parte afirmar que la gran mayoría de los individuos en el planeta rigen su canon de conducta de lo aprendido tradicionalmente en su entorno. Y mucho de lo que el entorno pudiera influir en ellos es oriundo de las creencias religiosas y/o místicas que les envuelven. Eso ha sido así en cualquier contexto: en cualquier lugar y en cualquier época.
Pero cuando uno se separa convencidamente de los dogmas religiosos, inmediatamente ponemos en duda sus cánones morales de lo bueno y lo malo. No sólo me refiero a la inmutabilidad de los mismos, lo que constituye una falacia evidente, sino a la construcción de dichas normas per se. ¿De dónde nace una moral? ¿En qué nos basamos para construirla? Ya no hay dioses ni entes metafísicos perfecta y sobrenaturalmente morales que valgan en esta posición, así que la pregunta adquiere más vigencia que nunca.
Se puede “evolucionar” del teísmo al deísmo. Se puede evolucionar del deísmo al panteísmo. Pero al final llegaremos siempre a lo que considero el cenit de la sabiduría: el escepticismo. El no saber, irónicamente, denota un gran saber. A este estado han llegado personajes de la talla de Isaac Newton, Sócrates, Pirrón, Protágoras, Voltaire, Descartes, Sartre, Agustín de Hipona, entre muchos otros.
No obstante debo agregar que el escepticismo puro es una contradicción plena en la práctica. Podríamos ser como el mismísimo Pirrón, que en afán de sostener el hecho de que nunca se podía dar un juicio tajante acerca de algo, se cortó la lengua. Aún así, cada vez que Pirrón daba un paso, cada vez que Pirrón veía un cántaro con agua y bebía de él, cada vez que comprobaba la suavidad de su cama para poder acostarse, Pirrón hacía juicios inevitables en su mente. No sólo “opinaba” que la comida le podía servir para alimentarle, sino que la consumía, especulo, sin dubitativos. Me pregunto: ¿Y esto no es emitir un juicio tajante acerca de la realidad? ¿Si realmente no tuviéra certeza de absolutamente nada, qué seguridad tendría Pirrón para dar un paso hacia adelante sin temor de que el suelo desaparezca?
Por eso es que, según la perspectiva que le doy a todo esto, el escepticismo es sólo una cima de la cual sólo se puede avanzar descendiendo. Eso sí, deberíamos descender a un sendero distinto del que provenimos, aunque a veces puede que pudiéramos retroceder, como San Agustín, por ejemplo.
Independientemente de hacia dónde descendamos, armados de la duda metódica que todo sabio debe poseer, la pregunta pertinente es ¿cómo vivir? En efecto, el escéptico siente la vacuidad total de la vida. Se sabe contingente, se sabe fortuito, se sabe sin valor objetivo. Entonces, como soberano de su propia vida, de su propia misión, como regente de sus propios valores y sentidos existenciales, la primera pregunta que debe hacerse es “¿bajo cuáles criterios debo vivir?”
Y es aquí dónde la reinvención de la rueda ética salta a la vista. Siendo seres sociales que inexorablemente tendremos puntos de vista distintos a otras personas, ¿cómo desarrollar una teoría moral particular con la cual se pueda ser consecuente y con la que no se violente el derecho a la libertad de los demás?
Escuelas de la moral han existido varias desde que el hombre tuvo que negociar con sus semejantes. Pero abarcando desde las morales religiosas, pasando por la aristotélica e incluyendo la kantiana, todo el asunto de la moral se puede ver en tres perspectivas:
• Según la escuela intrínseca.
• Según la escuela subjetiva.
• Según la escuela objetiva.
En posteriores entregas analizaré el tema de la moral con más profundidad. Sin embargo, sólo como preámbulo a este ambicioso tema, dejaré unas palabras de Ayn Rand, fundadora del Objetivismo, que bien valen la pena analizar:
“Toda teoría social se basa explícita o implícitamente en alguna teoría ética. La tribal y primitiva noción de ‘bien común’ le ha servido de justificación moral a la mayoría de los sistemas sociales (y a todas las tiranías) en la historia. El grado, en una sociedad, de esclavitud o libertad está ligado al grado en el que este slogan tribal ha sido invocado o ignorado.
‘El bien común’ (o el ‘interés público’) es un concepto indefinido e indefinible: no existe tal entidad como ‘la tribu’ o ‘el público’; la tribu (o el público o la sociedad) es sólo un número de hombres individuales. Nada puede ser bueno para la tribu como tal; ‘bueno’ y ‘valor’ únicamente se refieren a un organismo vivo -a un organismo vivo individual-, no a un conjunto de relaciones incorpóreas.
Cuando el ‘bien común’ de una sociedad se considera como algo fuera de, y por encima del bien de sus miembros individuales; eso significa que el bien de algunos hombres prevalece sobre el bien de otros; esos otros estando destinados a la condición de animales a ser sacrificados. ¿Qué hace que las víctimas lo acepten, y permite que una sociedad cometa una atrocidad moral de este tipo? La respuesta se encuentra en la filosofía, en teorías filosóficas sobre la naturaleza de los valores morales.
Hay, básicamente, tres escuelas de pensamiento sobre la naturaleza de lo bueno: la intrínseca, la subjetiva y la objetiva.
La teoría intrisicista alega que lo bueno es inherente en ciertas cosas o acciones tales, independientemente de su contexto y consecuencias, independientemente del beneficio o el daño que puedan causarles a los actores y los sujetos implicados. Es una teoría que divorcia el concepto de ‘bueno’ de sus beneficiarios, y el concepto de ‘valor’ de alguien que valore y del objetivo que tenga, afirmando que lo bueno es bueno en sí mismo, por sí mismo y para sí mismo.
La teoría subjetivista sostiene que el bien no guarda relación con los hechos de la realidad; que es el producto de la conciencia del hombre, creado por sus sentimientos, deseos, intuiciones o caprichos, y que es simplemente un ‘postulado arbitrario’ o un ‘compromiso emocional’.
La teoría intrisicista sostiene que el bien reside en alguna especie de realidad, independiente de la conciencia del hombre. La teoría subjetivista sostiene que el bien reside en la conciencia del hombre, independiente de la realidad. La teoría objetivista sostiene que el bien no es ni un atributo de las ‘cosas en sí mismas’ ni de los estados emocionales del hombre, sino una evaluación de los hechos de la realidad realizada por la conciencia del hombre, siguiendo un estándar de valor racional. Racional, en este contexto, significa derivado de los hechos de la realidad y validado por un proceso de razón.
La teoría objetivista sostiene que el bien es un aspecto de la realidad en relación con el hombre, y que ha de ser descubierto –no inventado- por el hombre. Esencial para una teoría objetiva de los valores es la pregunta: ¿de valor para quién y para qué?. Una teoría objetiva no permite ni ignorar el contexto ni robar conceptos. No permite separar ‘valor’ de ‘propósito’, lo ‘bueno’ de los ‘beneficiarios’, ni separar las ‘acciones’ del hombre de la ‘razón’.
La teoría intrisicista y la teoría subjetivista, o una mezcla de ambas, es la base necesaria de toda dictadura, tiranía o variante del Estado absoluto. Se tengan en forma conciente o subconsciente, en la forma explícita de la obra de uin filósofo o en el caos implícito de sus ecos en las emociones del hombre de la calle, estas teorías hacen posible que un hombre crea que el bien es independiente de la mente del hombre y que se puede lograr por la fuerza física.
Si un hombre cree que lo bueno es intrínseco a ciertas acciones, no dudará en forzar a otros a realizarlas. Si cree que el beneficio o perjuicio humano causado por tales acciones no es significativo, considerará que un océano de sangre no es significativo. Si cree que los beneficiarios de tales acciones son irrelevantes (o intercambiables), considerará matanzas al por mayor como su deber moral en servicio a un ‘bien superior’. Es la teoría intrínseca de los valores la que produce un Robespierre, un Lenin, un Stalin, o un Hitler, No es un accidente que Eichmann fuera un kantiano.”
Curso dado por Ayn Rand en el Ford Hall Forum, Boston, el 19 de noviembre de 1967.
En un futuro seguiremos con este tema. Muchos saludos.
No constituye una exageración de mi parte afirmar que la gran mayoría de los individuos en el planeta rigen su canon de conducta de lo aprendido tradicionalmente en su entorno. Y mucho de lo que el entorno pudiera influir en ellos es oriundo de las creencias religiosas y/o místicas que les envuelven. Eso ha sido así en cualquier contexto: en cualquier lugar y en cualquier época.
Pero cuando uno se separa convencidamente de los dogmas religiosos, inmediatamente ponemos en duda sus cánones morales de lo bueno y lo malo. No sólo me refiero a la inmutabilidad de los mismos, lo que constituye una falacia evidente, sino a la construcción de dichas normas per se. ¿De dónde nace una moral? ¿En qué nos basamos para construirla? Ya no hay dioses ni entes metafísicos perfecta y sobrenaturalmente morales que valgan en esta posición, así que la pregunta adquiere más vigencia que nunca.
Se puede “evolucionar” del teísmo al deísmo. Se puede evolucionar del deísmo al panteísmo. Pero al final llegaremos siempre a lo que considero el cenit de la sabiduría: el escepticismo. El no saber, irónicamente, denota un gran saber. A este estado han llegado personajes de la talla de Isaac Newton, Sócrates, Pirrón, Protágoras, Voltaire, Descartes, Sartre, Agustín de Hipona, entre muchos otros.
No obstante debo agregar que el escepticismo puro es una contradicción plena en la práctica. Podríamos ser como el mismísimo Pirrón, que en afán de sostener el hecho de que nunca se podía dar un juicio tajante acerca de algo, se cortó la lengua. Aún así, cada vez que Pirrón daba un paso, cada vez que Pirrón veía un cántaro con agua y bebía de él, cada vez que comprobaba la suavidad de su cama para poder acostarse, Pirrón hacía juicios inevitables en su mente. No sólo “opinaba” que la comida le podía servir para alimentarle, sino que la consumía, especulo, sin dubitativos. Me pregunto: ¿Y esto no es emitir un juicio tajante acerca de la realidad? ¿Si realmente no tuviéra certeza de absolutamente nada, qué seguridad tendría Pirrón para dar un paso hacia adelante sin temor de que el suelo desaparezca?
Por eso es que, según la perspectiva que le doy a todo esto, el escepticismo es sólo una cima de la cual sólo se puede avanzar descendiendo. Eso sí, deberíamos descender a un sendero distinto del que provenimos, aunque a veces puede que pudiéramos retroceder, como San Agustín, por ejemplo.
Independientemente de hacia dónde descendamos, armados de la duda metódica que todo sabio debe poseer, la pregunta pertinente es ¿cómo vivir? En efecto, el escéptico siente la vacuidad total de la vida. Se sabe contingente, se sabe fortuito, se sabe sin valor objetivo. Entonces, como soberano de su propia vida, de su propia misión, como regente de sus propios valores y sentidos existenciales, la primera pregunta que debe hacerse es “¿bajo cuáles criterios debo vivir?”
Y es aquí dónde la reinvención de la rueda ética salta a la vista. Siendo seres sociales que inexorablemente tendremos puntos de vista distintos a otras personas, ¿cómo desarrollar una teoría moral particular con la cual se pueda ser consecuente y con la que no se violente el derecho a la libertad de los demás?
Escuelas de la moral han existido varias desde que el hombre tuvo que negociar con sus semejantes. Pero abarcando desde las morales religiosas, pasando por la aristotélica e incluyendo la kantiana, todo el asunto de la moral se puede ver en tres perspectivas:
• Según la escuela intrínseca.
• Según la escuela subjetiva.
• Según la escuela objetiva.
En posteriores entregas analizaré el tema de la moral con más profundidad. Sin embargo, sólo como preámbulo a este ambicioso tema, dejaré unas palabras de Ayn Rand, fundadora del Objetivismo, que bien valen la pena analizar:
“Toda teoría social se basa explícita o implícitamente en alguna teoría ética. La tribal y primitiva noción de ‘bien común’ le ha servido de justificación moral a la mayoría de los sistemas sociales (y a todas las tiranías) en la historia. El grado, en una sociedad, de esclavitud o libertad está ligado al grado en el que este slogan tribal ha sido invocado o ignorado.
‘El bien común’ (o el ‘interés público’) es un concepto indefinido e indefinible: no existe tal entidad como ‘la tribu’ o ‘el público’; la tribu (o el público o la sociedad) es sólo un número de hombres individuales. Nada puede ser bueno para la tribu como tal; ‘bueno’ y ‘valor’ únicamente se refieren a un organismo vivo -a un organismo vivo individual-, no a un conjunto de relaciones incorpóreas.
Cuando el ‘bien común’ de una sociedad se considera como algo fuera de, y por encima del bien de sus miembros individuales; eso significa que el bien de algunos hombres prevalece sobre el bien de otros; esos otros estando destinados a la condición de animales a ser sacrificados. ¿Qué hace que las víctimas lo acepten, y permite que una sociedad cometa una atrocidad moral de este tipo? La respuesta se encuentra en la filosofía, en teorías filosóficas sobre la naturaleza de los valores morales.
Hay, básicamente, tres escuelas de pensamiento sobre la naturaleza de lo bueno: la intrínseca, la subjetiva y la objetiva.
La teoría intrisicista alega que lo bueno es inherente en ciertas cosas o acciones tales, independientemente de su contexto y consecuencias, independientemente del beneficio o el daño que puedan causarles a los actores y los sujetos implicados. Es una teoría que divorcia el concepto de ‘bueno’ de sus beneficiarios, y el concepto de ‘valor’ de alguien que valore y del objetivo que tenga, afirmando que lo bueno es bueno en sí mismo, por sí mismo y para sí mismo.
La teoría subjetivista sostiene que el bien no guarda relación con los hechos de la realidad; que es el producto de la conciencia del hombre, creado por sus sentimientos, deseos, intuiciones o caprichos, y que es simplemente un ‘postulado arbitrario’ o un ‘compromiso emocional’.
La teoría intrisicista sostiene que el bien reside en alguna especie de realidad, independiente de la conciencia del hombre. La teoría subjetivista sostiene que el bien reside en la conciencia del hombre, independiente de la realidad. La teoría objetivista sostiene que el bien no es ni un atributo de las ‘cosas en sí mismas’ ni de los estados emocionales del hombre, sino una evaluación de los hechos de la realidad realizada por la conciencia del hombre, siguiendo un estándar de valor racional. Racional, en este contexto, significa derivado de los hechos de la realidad y validado por un proceso de razón.
La teoría objetivista sostiene que el bien es un aspecto de la realidad en relación con el hombre, y que ha de ser descubierto –no inventado- por el hombre. Esencial para una teoría objetiva de los valores es la pregunta: ¿de valor para quién y para qué?. Una teoría objetiva no permite ni ignorar el contexto ni robar conceptos. No permite separar ‘valor’ de ‘propósito’, lo ‘bueno’ de los ‘beneficiarios’, ni separar las ‘acciones’ del hombre de la ‘razón’.
La teoría intrisicista y la teoría subjetivista, o una mezcla de ambas, es la base necesaria de toda dictadura, tiranía o variante del Estado absoluto. Se tengan en forma conciente o subconsciente, en la forma explícita de la obra de uin filósofo o en el caos implícito de sus ecos en las emociones del hombre de la calle, estas teorías hacen posible que un hombre crea que el bien es independiente de la mente del hombre y que se puede lograr por la fuerza física.
Si un hombre cree que lo bueno es intrínseco a ciertas acciones, no dudará en forzar a otros a realizarlas. Si cree que el beneficio o perjuicio humano causado por tales acciones no es significativo, considerará que un océano de sangre no es significativo. Si cree que los beneficiarios de tales acciones son irrelevantes (o intercambiables), considerará matanzas al por mayor como su deber moral en servicio a un ‘bien superior’. Es la teoría intrínseca de los valores la que produce un Robespierre, un Lenin, un Stalin, o un Hitler, No es un accidente que Eichmann fuera un kantiano.”
Curso dado por Ayn Rand en el Ford Hall Forum, Boston, el 19 de noviembre de 1967.
En un futuro seguiremos con este tema. Muchos saludos.
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Estimado Corvo:
ResponderEliminarMe ha gustado mucho tu artículo. Por favor, estoy ansioso de leer más. Este tema de la ética me interesa y sabes ya que estoy desarrollándolo en mi blog La Central del Sur, si bien desde un punto de vista diferente.
Ya estoy subscripto, así que no te preocupes que me enteraré cuando sigas con él. Gracias.
Pues me alegra mucho que os haya gustado. A mi también me interesa mucho, pues, ¿qué es más importante que saber cómo vivir?
ResponderEliminarEstoy empapándome poco a poco con todo este asunto de la ética. Procuraré hacer un buen trabajo.
Gracias por tu interés.