lunes, 8 de noviembre de 2010

EL ARTE DEL BUEN MORIR


N
os encontramos en la actualidad ante una tercera excursión en el universo filosófico humano. Desde hace más de 2500 años, el camino comenzó con el “res”, con el Realismo, para luego hacer un segundo recorrido, en el siglo XVI con el Idealismo. A mediados del siglo XX ha comenzado un nuevo y más refinado emprendimiento. Ya no puede haber una escisión entre Realismo e Idealismo, sino que ambas corrientes deben soportarse en un sistema filosófico aún mucho más profundo, un sistema absoluto a partir del cual tener las certezas de que todo lo que se derive de él tenga una base sólida. Equivocarse, en el mundo de la filosofía, ya no es una opción.

Según la ontología contemporánea, la categoría óntica (y ontológica) que todo lo sustenta, lo verdaderamente absoluto, es la vida. La vida ha de ser, pues, la base de todo pensamiento y existencia.

En este contexto, la vida no se entiende como la breve existencia de un organismo, sino que es entendida de la forma más holística posible. La vida es el todo que todo lo incluye, es ese sistema dinámico y siempre cambiante que, sin cometer el error de compararle con un organismo (ni de atribuirle sus características), muy bien puede ser imaginado como la complejidad existente más general.

La muerte, bajo este concepto de la vida, es un evento más. Es una fenómeno que está supeditado a la vida, que es parte de ella, más no es su opuesto. Esta baja jerarquía de la muerte respecto a la vida es importante de resaltar, pues es parte de la base de una nueva ética que ha estado efervesciendo, aunque con dificultad, desde el siglo XIX. ¿Cuál es esa base ética?

Lo que la ontología actual se propone ya venía consumándose en el siglo XIX y XX en varias ideas de Nietzsche, Bergson y Heidegger: la vida como sistema base de todo lo demás, incluso de la ética. Y pues, bajo el contexto de la ética, prácticamente todo lo que está a favor de la vida ha de ser acordado como bueno, y por lo tanto, todo lo que va en su contra, como lo malo. En los tiempos que corren, en donde somos esclavos de las consecuencias de la Revolución Industrial y del renacer de los lamentables misticismos, no es la vida la base moral que se practica.

La muerte en los tiempos que transcurren se ha convertido en un tema tabú. En occidente resalta la influencia del cristianismo en nuestro sistema de valores, así como en oriente la del hinduismo. Y en ambos sistemas la muerte ha de tener un dejo de melancolía y dolor, algo de acento tan catastrófico que es menester “liberarse”, confiar en que la vida no terminará ahí, tener la certeza de un más allá. La desrealización, desde un punto de vista psicológico, y como patología, se transforma así en virtud. No en vano la “vida eterna” y “la reencarnación” son los motores fundamentales de las mencionadas doctrinas. Si se le extrae esto de sus discursos, ni el cristianismo ni el hinduismo prevalecerían en el tiempo.

Desde una ética pro-vida, todo lo que resulta de la enfermedad, de la debilidad, de la incapacidad, de la morbilidad, de la frialdad, de la pasividad; todo lo estatizante, lo multiplicador del dolor, lo contrario a la grandeza, a la rapidez, a la fuerza, a lo fluido, a lo dinámico, a lo prevaleciente; todo eso es denominado maldad. Echemos un vistazo por fuera de la ventana y observemos que la vida es eso: la resonancia de todo lo vivo y todo lo que lucha, siempre.

¿Quiere decir esto que la nueva ética propone como moral la primacía del más fuerte? No. Como moral humana, debemos basarnos en los que nos diferencia como humanos, y esto es la razón. Sería errado emular la selección natural, si la comparación me es permitida (pues la obedecemos aún cuando no estemos de acuerdo con ella). Que la vida y todo lo que la convierta en un símbolo refulgente prevalezca, pero coloquemos el filtro intermedio de la razón.

Ahora bien, cuando nos acercamos a la sepultura, cuando estamos en las vísperas de la muerte, tan cierto es el buscado basamento en la vida holística que hasta hay resultados experimentales que lo confirman. Sólo basta consultar en las escuelas de psicología cómo es la perspectiva de una mente anciana. El cerebro se reacondiciona para prepararse a dejar de existir. A la mente del anciano todo resulta lento, aburrido, calmado, sin importancia, sin esperanza, sin nada qué esperar. El anciano mismo desea morir en ocasiones, y este es un efecto físico-químico, no moral, lo cual es sorprendente. La vida nos tiene condicionados hasta para esto.

¿Qué es lo que se estila, empero, en nuestras"Hay que morir con orgullo cuando ya no es posible vivir con orgullo" sociedades? Toda la maroma religiosa que atenta justamente en contra del propósito de la vida holística. Se nos impone tabúes con el suicidio y con la eutanasia. Se nos importa como valores la extensión de todo sufrimiento, la multiplicación de dolor, multiplicándolo entre todos los parientes y allegados además del que sufre propiamente. De esta decadencia moral actual se nos imprime en la conciencia que hay que vivir porque sí, “hasta que los dioses nos quiten la vida que nos han dado”, hasta que ya no demos más, aún cuando ya no esperamos nada del agonizante ni el agonizante espera nada de sí mismo. Hasta se nos infunde temor ante la auto-inmolación, pues no son pocas las creencias en la que se nos envía al infierno. ¡Y vaya deidad la que nos manda al infierno sólo por querer salir con dignidad de una vida en la que se ha sufrido tanto! Revisen la congruencia de sus ideas amigos creyentes.

Me gustaría que el mismo Nietzsche expusiera su opinión a través de la siguiente cita (extraída de su libro El ocaso de los Ídolos):

Moral para médicos. El enfermo es un parásito de la sociedad. Es indecoroso seguir viviendo cuando se llega a cierto estado. Seguir vegetando, dependiendo cobardemente de médicos y medicinas, una vez perdido el sentido de la vida, el derecho a vivir, debiera ser algo que produjese un hondo desprecio a la sociedad. Los médicos, a su vez, deberían ser los intermediarios de ese desprecio: dejar a un lado las recetas y experimentar cada día una nueva dosis de asco ante sus pacientes... Hay que crear en el médico una nueva responsabilidad ante todos aquellos en que el interés supremo de la vida ascendente exija que se aplaste y que se elimine sin contemplaciones la vida degenerante; por ejemplo, en lo relativo al derecho a engendrar, a nacer, a vivir...

Hay que morir con orgullo cuando ya no es posible vivir con orgullo. La muerte, elegida libremente, realizada a tiempo, con lucidez y alegría, rodeado de hijos y de testigos, de forma que todavía sea posible un auténtico adiós, al que asista verdaderamente quien se despide y haga una tasación real de lo deseado y de lo conseguido a lo largo de toda su vida; la muerte, así, se opone totalmente a la horrible y lamentable comedia que el cristianismo ha hecho de la misma. No le debemos perdonar nunca al cristianismo que haya abusado de la debilidad del moribundo para violar su conciencia, al igual que ha hecho con la forma de morir para emitir juicios de valor
sobre el hombre y sobre su pasado.

Frente a todos los prejuicios cobardes, hay que restablecer, antes que nada, la apreciación justa, es decir, fisiológica, de la que llaman muerte natural, que, en último término, no es más que una muerte «no natural», un suicidio. Nadie nos causa la muerte más que nosotros mismos. Sólo que se trata de una muerte en unas condiciones despreciables, una muerte no libre, una muerte a destiempo, una muerte propia de un cobarde. Por amor a la vida, habría que desear otra forma de morir: libre, consciente, sin influencia del azar, sin sorpresas.

Un consejo, por último, a los pesimistas y demás decadentes. No podemos impedir el hecho de haber nacido: pero podemos reparar ese error —porque en ocasiones es un error—. Cuando un hombre se autosuprime, hace lo más estimable del mundo; con ello, casi se merece vivir... La sociedad, ¿qué digo?, la propia vida obtiene más ventaja de esto que de una «vida» en medio de renuncias, anemia y demás virtudes; se libra a los demás del espectáculo de una existencia así, y se libra a la vida de una objeción...”


La crítica de Nietzsche es dura como toda su filosofía, propia de todo amante de lo vivo y excelso. No por ello es objeto de desacreditación. Hay que recordar que la muerte no siempre fue vista con los mismos ojos a lo largo de la historia. Ya los griegos practicaban la eugenesia, que poéticamente podría describirse como una búsqueda de una mejor calidad de vida, a expensas de la muerte. Los espartanos anhelaban morir en batalla para colmarse de gloria, al igual que los vikingos, cuyo Valhalla sólo admitía a los guerreros que morían en las primeras filas de combate. También son muy famosos los rituales suicidas japoneses, en donde el seppuku era símbolo sin igual del honor. Como se ve, la postura ante la muerte es, pues, un comportamiento sustentado en un tremendo componente aprendido, un componente social.

Ante la vida, como concepto holístico, no podemos conservar esa mezquindad de espíritu de seguir viviendo porque sí. Desde una moral plantada en la existencia global de todo lo viviente, no hay proceder más ruin que ese. Es una cuestión de respeto propio y de respeto para con los demás.



Muchos saludos.




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1 comentario:

  1. la muerte es el mejor invento de la vida, esta se renueva y lo viejo desaparece.

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