E
n la última novela de Francisco Suniaga, “El pasajero de Truman”, se destapa la imaginación del venezolano procedente de las generaciones anteriores a Pérez Jiménez (y de interesados y curiosos posteriores), jugando con gracia con el famoso mito criollo del qué hubiera sido de Venezuela si Diógenes Escalante la hubiera gobernado desde la primera magistratura. El relato del libro es altamente recomendable, pero en esta ocasión deseo extraer parte de la investigación que el autor usó para darle sustento a su historia.
Y un aspecto importante de dicha investigación fue, sin ninguna duda, la idiosincrasia del venezolano, la cual, cabe decir, juega un papel importantísimo en la trama de la novela. Para sorpresa de muchos, el venezolano “vivo”, ese portador del “criollismo feo”, frase que tomo prestada y que me ha gustado para denominar así este fenómeno, no se originó recientemente como producto de una mala práctica política de los últimos años. Ese venezolano feo ha sido así durante toda la vida, y el asunto cobra (quizás de repente) un sentido bastante congruente, en vista de que los tan achacados políticos de hoy y de siempre no han provenido de otros países ni de otros planetas; han provenido, justamente, del pueblo venezolano y de su idiosincrasia inmanente. Entonces, ante una pregunta tentativa del tipo “¿por qué los políticos venezolanos son malos políticos?, la respuesta inmediata sería: “porque somos como somos”.
El por qué somos como somos es lo que os invito a investigar a continuación, desde la perspectiva planteada en la novela de Suniaga.
Entre los antecedentes de la vida de Diógenes Escalante nos encontramos al país recién salido del siglo XIX. Este asunto actual de las revoluciones no es nuevo, pues el país en aquel entonces no paraba de ser una montonera de caciques post independentistas; y en 1899 la Revolución Restauradora, muy nacionalista (y ridículamente chovinista como la Revolución Bolivariana), comandada por Cipriano Castro, detentó en un movimiento armado para llegar al poder presidencial en Caracas. Así lo hizo, y en el nombre de Bolívar, de la patria y de los venezolanos, Castro instauró así su dictadura. Aquí tenemos rápidamente una primera faceta de la venezolanidad: el desdeño por la historia, o lo que algunos llaman corta memoria. Lo que ocurre actualmente en Venezuela, increíblemente similar con lo acontecido en su mismo territorio hace un siglo, sería mera ficción si recordásemos los eventos Castristas.
Y es así cómo los autócratas en Venezuela, desde 1830, es decir, desde que el país fue tal, han sido exactamente la misma cosa hasta nuestros días. Militares sin fundamento filosófico, sin profundidad de pensamiento, enamorados de sí mismos, dueños del país como si se tratase de su hacienda, centralizadores, mesiánicos, megalómanos, fácilmente lisonjeables por el vulgo, reacios y hasta vengativos ante las sugerencias, consejos y protestas. Desde el mismo Bolívar hasta Hugo Chávez, todos cortados por la misma tijera. Como recoge Suniaga en sus explicaciones, no eran (y no son) más que caudillos criollos que ostentan, eso sí, un aura irresistible, capaces de darse el lujo de decir y hacer disparates y encontrar aún seguidores que darían la vida por las más inverosímiles tonterías.
Mucho se dice y desdice acerca del genoma democrático del venezolano, pero la realidad es que de 181 años de historia patria, más de 100 años han sido regidos bajo dictadura. Simplemente nos hicimos un país a juro, por una moda latinoamericana independentista en donde hasta nos calcamos la Constitución de los Estados Unidos. Los próceres patrios no eran fecundos como los ilustrados de la Revolución Francesa (una de las contadísimas revoluciones de verdad), a excepción de Francisco de Miranda y sus seguidores que sí contaban con una base y certeza genuinas acerca de lo que querían para este terruño.
Farfullar palabras como libertad, igualdad, fraternidad, bondad, justicia, tal y como lo hacen los demagogos de hoy, siempre ha sido muy fácil y útil para engolosinar al pueblo común y llevarlo a seguir una causa. ¿Pero de dónde proviene la justicia?, ¿por qué todos los hombres han de ser iguales?, ¿qué es la libertad? Ninguno conoce los principios básicos de lo que se suele pronunciar sin denuedo. A Cipriano Castro le interesaba más portar y colocar de moda un pañuelo amarillo al cuello, y ahora están de moda las boinas rojas y los sincretismos marxistas-bolivarianos-cristianos.
Y así como nos calcamos una movida independentista y nos importamos una constitución, también emulamos, a la fuerza, una democracia que no tenía su momento para cuando Rómulo Betancourt la quería imponer. Suerte tuvo Escalante (y nunca lo supo) al no poder gobernar este terruño salvaje, que de democracias griegas solo tenía la etimología de la palabra, y que cuyos mejores portentos ciudadanos y defensores sólo debían su talento a los estudios europeos realizados en su juventud.
Hasta el Palacio de Miraflores es un edificio que refleja ese contraste criollo hilarante, eso de ser nacionalistas importando todo. Comenzado por arquitectos italianos, continuado por españoles y terminado por venezolanos, Miraflores, al contrario de la unidad que suelen conformar los palacios de gobierno en sus respectivas capitales, es un monumento al mestizaje que no encaja en lo absoluto con Caracas, pero, como lo hace notar Escalante a través de un Suniaga ventrílocuo, justamente por ello es que calza con nosotros, que no somos ni españoles ni italianos, ni africanos ni indios.
Sí, no sabemos lo que somos, en presente, pero tampoco sabemos lo que hemos sido con seguridad, y por lo tanto, nunca sabremos lo que seremos. Salta a la vista otro de nuestros defectos: la falta de identidad. Nos identificamos con la confusión, con la mezcolanza, con ese híbrido caribeño que resultó después de la América Colonial, pero esa desarmonía justamente es lo que nos ha mantenido dando tumbos, de aquí para allá; siendo católicos pero creyendo en santeros y en María Lionza, siendo marxistas pero bolivarianos, siendo cálidos pero desestimando la forma de ser escueta del extranjero, siendo demócratas pero teniendo militares en el poder. Hemos sido indios de extrema inocencia e ignorancia, invadidos por españoles saqueadores y compensados ulteriormente con esclavos africanos, reconducidos luego a una Ilustración francesa bruscamente (que ni siquiera hoy entendemos), para ser envueltos ahora en una maraña comunistoide de la vieja escuela rusa; y en donde solo nos queda afirmar, falazmente, que “somos el mejor país del mundo” y la “mejor gente de todas”, porque sí. Como si supiéramos a dónde vamos y qué hacer con lo que tenemos.
No sabemos quiénes somos, pero reconozco que es muy difícil saberlo. De forma pragmática, lo que sugiero que hagamos es enlistar las ventajas y desventajas de ser venezolanos, y a partir de allí, conocernos y definirnos. La educación, por supuesto, que sea la herramienta constante y principal en todo momento.
El pasajero de Truman nos aporta aún más data que podemos correlacionar con los tiempos que transcurren. En la Venezuela de Diógenes Escalante, era vívida cierta animadversión hacia la cultura. En esa tumultuosa patria, cuyos gobernantes estaban más preocupados por amasar poder que por dirigir a la nación, entre esos caudillos que nunca han sabido, ni ayer ni hoy, la diferencia entre mandar y gobernar, sólo los sensatos afortunados podían mandar a sus hijos a los colegios. Ser bachiller era un gran mérito por aquel entonces, lo suficiente como para ser secretario de la república o ministro. Y todavía no faltan abuelos que afirman que un bachillerato de antes era más sólido que una carrera universitaria de ahora.
Lamentablemente, no fuimos educados para el mérito. Si un bachiller tenía la oportunidad de ejercer un buen cargo es porque había un haloEl venezolano, como ciudadano, es un infante. de admiración hacia esa persona estudiada, un aura diferente, que muy bien podía ser sustituida por una de poder e influencias y no por una de cultura. No había una admiración genuina por el saber. Lo que había, y lo que hay hoy, es ese “parejerismo”, es ese pavonearse y sobresalir en las formas y no en el fondo. Algo que es muy distintivo de los políticos venezolanos, por ejemplo, y que denota ese criollismo fétido y de espíritu de pavo real que se ha inmiscuido hasta en eso, son sus discursos. Hay que observar detenidamente la técnica oratoria de los políticos venezolanos (que no ha cambiado desde López Contreras): esa lectura o decires lentos, resonantes, de las palabras, completamente antinatural, estudiada, fingida; palabras diseñadas solo para que el vulgo diga “ese tipo es arrecho”, “púyalo” o “¡así es cará!”, que casi siempre termina en un tono de voz mucho más alto, en un grito estúpido, ideal para que la gente sepa que tiene que aplaudir en ese momento.
Un político que se sienta orgulloso de ser un “dirigente político” ya está embalsamado en ese hedor del venezolano promedio, amante de lo mediático. Bien lo explica la novela, cuando se menciona que los presidentes en Venezuela “no tienen vocación de jarrones chinos”, sino que se convierten en una suerte de candidatos eternos a la presidencia una vez que han dejado el poder. Es toda una apología al mal gusto. Los expresidentes caducos, relanzándose, son como el arte kitsch llevado a la esfera política.
Entonces, si no es el mérito los que les abre las puertas ante las cúpulas de poder y los cargos de importancia, es simplemente el clientelismo y las buenas relaciones públicas con esos seres pavoneantes que ya están arriba. Esto también es muy antiguo, desde que la sociedad mantuana y sus familias reconocidas usaban sus influencias para que, en combinación con los otrora héroes independentistas y militares de montoneras, se barajaran los cargos públicos más importantes. Ni siquiera el buen Diógenes Escalante estuvo exento de esto, y ni siquiera hoy ninguno de nosotros podemos evadirlo si ansiamos trabajar en un puesto remarcado.
Se suma pues, otra característica de la venezolanidad: el “amiguísmo”. Quien no sea amigo de tal, familiar de cual, o empleado de quien, pocas son las oportunidades que tiene de hacer valer lo propio. Los gobiernos que ha tenido el país, con ministros, presidentes, alcaldes, gobernadores y demás, envueltos siempre en cofradía, son una extrapolación exacta de su propio pueblo.
El venezolano es un ciudadano que por no saber quién es con exactitud es precisamente como un niño. Se amoldará al son que le toquen. Entenderá que la tiranía es nociva y que la libertad es una bendición, no porque lo comprenda, sino porque es lo que le han dicho sus hermanos mayores: los otros y antiguos países del viejo continente. Sólo cuando experimenta los desmanes y las bendiciones en carne propia es cuando madura intempestivamente, pero en individuos el efecto es prácticamente nulo. Este niño, como tal, siempre será muy propenso a las palabras bonitas y será convidado alegremente por todo aquello que le suene bien, como la demagogia. Es de fácil manipulación, siempre alegre, siempre desdeñando la educación y todo lo que tenga que ver con ese aburrido ámbito.
Por lo mismo todo le resulta una mofa y nada puede ser lo suficientemente serio. Como los infantes, en ocasiones se siente superior a muchos, y a veces es altanero y petulante. Se siente orgulloso de lo que no ha sudado, de sus padres y de su riqueza de cuna, pero poco tiene que ofrecer en cuanto a lo trabajado por sus propias manos. No entiende de gustos, ni de sutilezas, ni de entes sublimes, ni nada de los elementos delicados que solo los espíritus maduros pueden captar en propiedad. Por ello no puede esperarse de él un respeto adecuado por lo que es bello, ni por las buenas maneras, ni por lo que se eleva más allá de lo mundano y de las pasiones. Es un ciudadano muy niño para eso. Quizás por esta razón es que no le llaman ciudadano, sino “pueblo”.
Francisco Suniaga lo explica en pocas palabras a través de uno de sus personajes:
“En el fondo, Venezuela nunca ha cambiado ni cambiará. Se hizo de prisa, se independizó de prisa y ahora hay quienes tienen prisa por sacarla del atraso. Pero el precio de esa prisa histórica ha sido demasiado alto. A Betancourt le dije hasta el cansancio que el camino a la democracia era un largo aprendizaje colectivo. Que no se podía hacer el tránsito de la guerra civil del siglo XIX y la dictadura gomecista a un régimen democrático estable sin experimentar una transición consensuada, donde se asentaran las instituciones y los venezolanos se formaran para el ejercicio de la democracia”.
Muchos saludos, y reflexionemos.
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Y un aspecto importante de dicha investigación fue, sin ninguna duda, la idiosincrasia del venezolano, la cual, cabe decir, juega un papel importantísimo en la trama de la novela. Para sorpresa de muchos, el venezolano “vivo”, ese portador del “criollismo feo”, frase que tomo prestada y que me ha gustado para denominar así este fenómeno, no se originó recientemente como producto de una mala práctica política de los últimos años. Ese venezolano feo ha sido así durante toda la vida, y el asunto cobra (quizás de repente) un sentido bastante congruente, en vista de que los tan achacados políticos de hoy y de siempre no han provenido de otros países ni de otros planetas; han provenido, justamente, del pueblo venezolano y de su idiosincrasia inmanente. Entonces, ante una pregunta tentativa del tipo “¿por qué los políticos venezolanos son malos políticos?, la respuesta inmediata sería: “porque somos como somos”.
El por qué somos como somos es lo que os invito a investigar a continuación, desde la perspectiva planteada en la novela de Suniaga.
Entre los antecedentes de la vida de Diógenes Escalante nos encontramos al país recién salido del siglo XIX. Este asunto actual de las revoluciones no es nuevo, pues el país en aquel entonces no paraba de ser una montonera de caciques post independentistas; y en 1899 la Revolución Restauradora, muy nacionalista (y ridículamente chovinista como la Revolución Bolivariana), comandada por Cipriano Castro, detentó en un movimiento armado para llegar al poder presidencial en Caracas. Así lo hizo, y en el nombre de Bolívar, de la patria y de los venezolanos, Castro instauró así su dictadura. Aquí tenemos rápidamente una primera faceta de la venezolanidad: el desdeño por la historia, o lo que algunos llaman corta memoria. Lo que ocurre actualmente en Venezuela, increíblemente similar con lo acontecido en su mismo territorio hace un siglo, sería mera ficción si recordásemos los eventos Castristas.
Y es así cómo los autócratas en Venezuela, desde 1830, es decir, desde que el país fue tal, han sido exactamente la misma cosa hasta nuestros días. Militares sin fundamento filosófico, sin profundidad de pensamiento, enamorados de sí mismos, dueños del país como si se tratase de su hacienda, centralizadores, mesiánicos, megalómanos, fácilmente lisonjeables por el vulgo, reacios y hasta vengativos ante las sugerencias, consejos y protestas. Desde el mismo Bolívar hasta Hugo Chávez, todos cortados por la misma tijera. Como recoge Suniaga en sus explicaciones, no eran (y no son) más que caudillos criollos que ostentan, eso sí, un aura irresistible, capaces de darse el lujo de decir y hacer disparates y encontrar aún seguidores que darían la vida por las más inverosímiles tonterías.
Mucho se dice y desdice acerca del genoma democrático del venezolano, pero la realidad es que de 181 años de historia patria, más de 100 años han sido regidos bajo dictadura. Simplemente nos hicimos un país a juro, por una moda latinoamericana independentista en donde hasta nos calcamos la Constitución de los Estados Unidos. Los próceres patrios no eran fecundos como los ilustrados de la Revolución Francesa (una de las contadísimas revoluciones de verdad), a excepción de Francisco de Miranda y sus seguidores que sí contaban con una base y certeza genuinas acerca de lo que querían para este terruño.
Farfullar palabras como libertad, igualdad, fraternidad, bondad, justicia, tal y como lo hacen los demagogos de hoy, siempre ha sido muy fácil y útil para engolosinar al pueblo común y llevarlo a seguir una causa. ¿Pero de dónde proviene la justicia?, ¿por qué todos los hombres han de ser iguales?, ¿qué es la libertad? Ninguno conoce los principios básicos de lo que se suele pronunciar sin denuedo. A Cipriano Castro le interesaba más portar y colocar de moda un pañuelo amarillo al cuello, y ahora están de moda las boinas rojas y los sincretismos marxistas-bolivarianos-cristianos.
Y así como nos calcamos una movida independentista y nos importamos una constitución, también emulamos, a la fuerza, una democracia que no tenía su momento para cuando Rómulo Betancourt la quería imponer. Suerte tuvo Escalante (y nunca lo supo) al no poder gobernar este terruño salvaje, que de democracias griegas solo tenía la etimología de la palabra, y que cuyos mejores portentos ciudadanos y defensores sólo debían su talento a los estudios europeos realizados en su juventud.
Hasta el Palacio de Miraflores es un edificio que refleja ese contraste criollo hilarante, eso de ser nacionalistas importando todo. Comenzado por arquitectos italianos, continuado por españoles y terminado por venezolanos, Miraflores, al contrario de la unidad que suelen conformar los palacios de gobierno en sus respectivas capitales, es un monumento al mestizaje que no encaja en lo absoluto con Caracas, pero, como lo hace notar Escalante a través de un Suniaga ventrílocuo, justamente por ello es que calza con nosotros, que no somos ni españoles ni italianos, ni africanos ni indios.
Sí, no sabemos lo que somos, en presente, pero tampoco sabemos lo que hemos sido con seguridad, y por lo tanto, nunca sabremos lo que seremos. Salta a la vista otro de nuestros defectos: la falta de identidad. Nos identificamos con la confusión, con la mezcolanza, con ese híbrido caribeño que resultó después de la América Colonial, pero esa desarmonía justamente es lo que nos ha mantenido dando tumbos, de aquí para allá; siendo católicos pero creyendo en santeros y en María Lionza, siendo marxistas pero bolivarianos, siendo cálidos pero desestimando la forma de ser escueta del extranjero, siendo demócratas pero teniendo militares en el poder. Hemos sido indios de extrema inocencia e ignorancia, invadidos por españoles saqueadores y compensados ulteriormente con esclavos africanos, reconducidos luego a una Ilustración francesa bruscamente (que ni siquiera hoy entendemos), para ser envueltos ahora en una maraña comunistoide de la vieja escuela rusa; y en donde solo nos queda afirmar, falazmente, que “somos el mejor país del mundo” y la “mejor gente de todas”, porque sí. Como si supiéramos a dónde vamos y qué hacer con lo que tenemos.
No sabemos quiénes somos, pero reconozco que es muy difícil saberlo. De forma pragmática, lo que sugiero que hagamos es enlistar las ventajas y desventajas de ser venezolanos, y a partir de allí, conocernos y definirnos. La educación, por supuesto, que sea la herramienta constante y principal en todo momento.
El pasajero de Truman nos aporta aún más data que podemos correlacionar con los tiempos que transcurren. En la Venezuela de Diógenes Escalante, era vívida cierta animadversión hacia la cultura. En esa tumultuosa patria, cuyos gobernantes estaban más preocupados por amasar poder que por dirigir a la nación, entre esos caudillos que nunca han sabido, ni ayer ni hoy, la diferencia entre mandar y gobernar, sólo los sensatos afortunados podían mandar a sus hijos a los colegios. Ser bachiller era un gran mérito por aquel entonces, lo suficiente como para ser secretario de la república o ministro. Y todavía no faltan abuelos que afirman que un bachillerato de antes era más sólido que una carrera universitaria de ahora.
Lamentablemente, no fuimos educados para el mérito. Si un bachiller tenía la oportunidad de ejercer un buen cargo es porque había un haloEl venezolano, como ciudadano, es un infante. de admiración hacia esa persona estudiada, un aura diferente, que muy bien podía ser sustituida por una de poder e influencias y no por una de cultura. No había una admiración genuina por el saber. Lo que había, y lo que hay hoy, es ese “parejerismo”, es ese pavonearse y sobresalir en las formas y no en el fondo. Algo que es muy distintivo de los políticos venezolanos, por ejemplo, y que denota ese criollismo fétido y de espíritu de pavo real que se ha inmiscuido hasta en eso, son sus discursos. Hay que observar detenidamente la técnica oratoria de los políticos venezolanos (que no ha cambiado desde López Contreras): esa lectura o decires lentos, resonantes, de las palabras, completamente antinatural, estudiada, fingida; palabras diseñadas solo para que el vulgo diga “ese tipo es arrecho”, “púyalo” o “¡así es cará!”, que casi siempre termina en un tono de voz mucho más alto, en un grito estúpido, ideal para que la gente sepa que tiene que aplaudir en ese momento.
Un político que se sienta orgulloso de ser un “dirigente político” ya está embalsamado en ese hedor del venezolano promedio, amante de lo mediático. Bien lo explica la novela, cuando se menciona que los presidentes en Venezuela “no tienen vocación de jarrones chinos”, sino que se convierten en una suerte de candidatos eternos a la presidencia una vez que han dejado el poder. Es toda una apología al mal gusto. Los expresidentes caducos, relanzándose, son como el arte kitsch llevado a la esfera política.
Entonces, si no es el mérito los que les abre las puertas ante las cúpulas de poder y los cargos de importancia, es simplemente el clientelismo y las buenas relaciones públicas con esos seres pavoneantes que ya están arriba. Esto también es muy antiguo, desde que la sociedad mantuana y sus familias reconocidas usaban sus influencias para que, en combinación con los otrora héroes independentistas y militares de montoneras, se barajaran los cargos públicos más importantes. Ni siquiera el buen Diógenes Escalante estuvo exento de esto, y ni siquiera hoy ninguno de nosotros podemos evadirlo si ansiamos trabajar en un puesto remarcado.
Se suma pues, otra característica de la venezolanidad: el “amiguísmo”. Quien no sea amigo de tal, familiar de cual, o empleado de quien, pocas son las oportunidades que tiene de hacer valer lo propio. Los gobiernos que ha tenido el país, con ministros, presidentes, alcaldes, gobernadores y demás, envueltos siempre en cofradía, son una extrapolación exacta de su propio pueblo.
El venezolano es un ciudadano que por no saber quién es con exactitud es precisamente como un niño. Se amoldará al son que le toquen. Entenderá que la tiranía es nociva y que la libertad es una bendición, no porque lo comprenda, sino porque es lo que le han dicho sus hermanos mayores: los otros y antiguos países del viejo continente. Sólo cuando experimenta los desmanes y las bendiciones en carne propia es cuando madura intempestivamente, pero en individuos el efecto es prácticamente nulo. Este niño, como tal, siempre será muy propenso a las palabras bonitas y será convidado alegremente por todo aquello que le suene bien, como la demagogia. Es de fácil manipulación, siempre alegre, siempre desdeñando la educación y todo lo que tenga que ver con ese aburrido ámbito.
Por lo mismo todo le resulta una mofa y nada puede ser lo suficientemente serio. Como los infantes, en ocasiones se siente superior a muchos, y a veces es altanero y petulante. Se siente orgulloso de lo que no ha sudado, de sus padres y de su riqueza de cuna, pero poco tiene que ofrecer en cuanto a lo trabajado por sus propias manos. No entiende de gustos, ni de sutilezas, ni de entes sublimes, ni nada de los elementos delicados que solo los espíritus maduros pueden captar en propiedad. Por ello no puede esperarse de él un respeto adecuado por lo que es bello, ni por las buenas maneras, ni por lo que se eleva más allá de lo mundano y de las pasiones. Es un ciudadano muy niño para eso. Quizás por esta razón es que no le llaman ciudadano, sino “pueblo”.
Francisco Suniaga lo explica en pocas palabras a través de uno de sus personajes:
“En el fondo, Venezuela nunca ha cambiado ni cambiará. Se hizo de prisa, se independizó de prisa y ahora hay quienes tienen prisa por sacarla del atraso. Pero el precio de esa prisa histórica ha sido demasiado alto. A Betancourt le dije hasta el cansancio que el camino a la democracia era un largo aprendizaje colectivo. Que no se podía hacer el tránsito de la guerra civil del siglo XIX y la dictadura gomecista a un régimen democrático estable sin experimentar una transición consensuada, donde se asentaran las instituciones y los venezolanos se formaran para el ejercicio de la democracia”.
Muchos saludos, y reflexionemos.
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